Hubo un momento, y estamos hablando de los años setenta y de España, en que una poesía, una literatura más bien, como la de Luis Antonio de Villena, no necesitaba casi más justificación para su validez (reconocida sólo, claro, por una minoría) que la de escandalizar y provocar a una mayoría zafia y bienpensante.
Pasado el tiempo, este tipo de escritura suele perder gran parte de su valor, siempre que no aparezca asentada sobre un sustrato necesario de calidad literaria. Hoy día, poemas como La vida escandalosa de Luis Antonio de Villena ya no escandalizan a nadie, quiero decir, a nadie que esté en su sano juicio y crea un mínimo en los valores de la libertad personal y de la tolerancia. Y aunque todavía queden muchos dispuestos a prender la hoguera, afortunadamente nuestro nivel de civilización ha subido notablemente en este terreno.
Lo que no quita ningún mérito de valentía a su autor, pues no hay que olvidar la fecha de publicación de estos libros, y el verdadero riesgo que entonces implicaban. Quizá debamos en gran parte a estas tentativas individuales, dispersas, la situación más relajada de la sociedad actual, y no es poco.
Pero una vez superado este estado de cosas, ¿qué queda de esa literatura? En muchos casos, nada. No hay que olvidar que Villena se encontró, en aquellos años, con un verdadero aluvión de imitadores, y eso puede confirmarlo ahora cualquiera de los que estuvo entonces de jurado en premios de poesía. En su caso, sin embargo, lo que queda es una obra compacta, personal y diferente. Y ello porque el autor ha convertido sus mitos y obsesiones personales en buena literatura; que luego esta obra haya escandalizado o no es secundario, y tiene también su explicación. La primera sería su propia bondad, su acierto, pues difícilmente puede afectar nada que carezca de dignidad en su conformación. La segunda podría verse en la recuperación de toda una cosmovisión amordazada en occidente hace casi veinte siglos, una forma de entender la vida que podría resumirse en una palabra: paganismo. No en vano publica Villena en 1981 una primera antología de su obra poética bajo el título de Un paganismo nuevo. Pero la fuerza de esta poesía no reside solamente en la originalidad de la evocación de una cultura tan remota y maltratada, sino en el rastreo de sus huellas a lo largo de una tradición tan basta como diversa y, sobre todo, en la actualización, en la modernización de esa manera de instalarse en el mundo. Mucho se ha acusado a su generación de culturalista, pero en su caso el culturalismo no es, sobre todo a partir de Hímnica, una exhibición vacía o un adorno carente de sentido, sino una necesidad vital, la del que vive desterrado y precisa rodearse de su gente; y su gente va desde Estratón al viejo Kavafis, desde Beckford a Wilde, pasando por una larga lista de presencias que recorren sus páginas y que lo hacen, además, con naturalidad. Su culturalismo es antes una lente de aumento que una máscara sobre la realidad, sobre su realidad.
Precisamente la vida es lo que más importa al poeta, y en el poema no hace sino buscarla, intuirla, recordarla, intensificarla, por decirlo con una palabra que le sabemos grata, y muy explicativa. A lo largo de su obra está la idea kavafiana de que es necesario vivir para escribir. Pero también escribir es vivir de alguna forma, pues es propósito del autor, tantas veces expresado, hacer de la vida un arte, y un arte sobre la vida. Léase al respecto el espléndido poema Giovanni Antonio Bazzi, Il Sodoma:
Amo tanto la realidad,
amigo mío, que todos creen que son
fábulas lo que pinto. Sebastián
muriente, o la Troya desolada
de la que huye el crinado Eneas.
Pero no hay nada de eso. Ojos
vistos al azar, cuerpos que amo
en una tarde. Cinturas breves
que arden como la ciudad aquellas.
Soy un ladrón de realidad,
y creo bien que todo arte es rapto.
Por eso importa más el vivir,
finalmente.
La poesía de Antonio de Villena, sobre todo en Hímnica, que es donde el protagonista poemático está más despreocupadamente enamorado de la vida, comunica esas ganas de vivir, ese deseo, como dice en Exactamente vida (Huir del invierno) “de salir a la tarde y al sol”, o en su caso, a la noche, una de las grandes protagonistas de esta poesía. La noche como símbolo, como gran metáfora de lo inusual, de lo inesperado, de la magia, de la diferencia. Pero Villena sabe muy bien que la vida está hecha de instantes memorables, instantes que no pueden desaprovecharse porque no han de volver. El poema Emblema sobre un tópico antiguo podría ser la gran y bella metáfora, la metáfora de la copa, llena y lujosa por un momento y que, a mitad de la noche, estará vacía, sucia y olvidada, y la similitud de esa copa con un cuerpo adolescente al que se le narra la alegoría y del que se espera una respuesta. Algunos de los más bellos poemas de estos libros se dirigen a la captación y eternización de esos instantes irrepetibles que la vida nos tiende alguna vez: “piensa bien la escena, y como yo, / quédate un momento contemplándola. Observa el bronce / en el sol y el oro entre la espuma. El silencioso / fragor del mediodía, la luz enorme como el agua. / Estás en el instante irrepetible, eterno. El tiempo / ha muerto, e inmortales son (ahora) / los cuerpos rubios en que se goza tu mirada” (Fábula mitológica). Lo mismo encontramos en Idilio o Días de ocio en el país de Yann, la misma búsqueda de complicidad con el lector para hacerlo partícipe de la intensidad de la vida. Pero de una vida entendida como diferencia, como rebelión y como arte, arte en el sentido de la búsqueda continua de la belleza y del placer, que suele ser más trágico (como quería Wilde) y más inusual que la felicidad. Leamos, por poner uno de los muchos ejemplos posibles, Un arte de vida y comprenderemos que el personaje que deambula por estos poemas es un desclasado, un raro, un rebelde, un dandy. Y como tal es un personaje amoral, pero ético, siempre deudor de una ética muy dura, casi tanto como personal. Un personaje que apuesta alto sabiendo su caída, que salta sin red, o por mejor decir, con la sola red de su propia dignidad, porque sabe que “perder es el gesto más noble de la vida”, ya que sólo quien tuvo pierde, y parece bastante, siguiendo a Villamediana, haber estado una vez en las alturas. “Perder es un último acto de dandysmo”, nos dice el poeta en Cuesta abajo. Y quizá de esa enseñanza provenga una de las obsesiones más características del poeta, la recreación del deseo en el paso previo a su tangibilidad, a su satisfacción, que es siempre un engaño y nos mancha las manos de ceniza, pues la posesión degenera siempre en destrucción. Ese “morir de sed junto a la fuente”, vertebra muchos de los textos villenianos, ese gesto aristocrático de demorar el placer, de saborearlo así con más intensidad.
Decíamos antes que el gran acierto de Luis Antonio de Villena era el de haber sabido asumir y modernizar una tradición, y quizá un detalle aparentemente trivial pueda explicar esta afirmación. Villena consigue trasladar al mundo actual, tras dos mil años de civilización judeocristiana, el modo de entender la vida y las pasiones de la sociedad pagana, lo cual presenta graves dificultades, pero lo que no puede ya traer son los escenarios y los tipos. Así que de pronto nos encontramos ante nuestro propio mundo (las discotecas, los pubs, los gimnasios modernos, las calles de Madrid), tan escasamente tipificados y aceptados por la literatura, de modo completamente natural, sin que ello nos haga disentir ni extrañarnos. Y es claro que, como género, tiene su dificultad adaptar toda una tradición codificada por una costumbre interrumpida hace siglos. La única solución es salirse del género para conectar con la tradición, y esto es lo que hace Villena de modo admirable.
Esta poesía, además, consigue mantenerse a flote en un terreno muy difícil, ya que es completamente personal en la forma, de escasísima apoyatura acentual y rítmica tradicional, y bastante despegada de recursos retóricos sintácticos. Los poemas son más bien conceptistas, en el sentido más alto del término, y están apoyados por un certero manejo de la imagen y la metáfora en las que el poeta se apoya para crear con habilidad sus climas personales tan conocidos. Pero Villena es, también, un constructor de versos, casi aforismos wildeanos, inolvidables, que rondan la memoria del lector mucho tiempo después de abandonar el libro.
Quisiera poner punto final a estas modestas notas que he ido tomando al hilo de una relectura de la poesía de Villena, recomendando, a quien quiera más luz sobre esta obra, el espléndido estudio introductorio de José Olivio Jiménez, y citando un texto del propio poeta. Aprendan en él, unos la lección de tolerancia, de comprensión y de ética que estos versos encierran, y saboreen otros su buena literatura. Y ojalá haya algunos que entiendan personaje y escritura, ética y estética, porque una sabia mezcla de ellas es la poesía, la más alta poesía de Luis Antonio de Villena:
Aquiles Tacio era pagano, por supuesto.
Pero el Léxico Suidas nos cuenta
que se cristianizó (viejo) y llegó a obispo...
¿Qué queda entonces de aquel natural
amor por los muchachos y las niñas,
igualmente bellos? Leer a Calímaco,
sólo como ejercicio exaoto y académico.
Seguro estoy que Aquiles (aún siendo viejo)
gustó siempre de las mismas cosas:
los libros y los amables cuerpos.
Por lo demás ¿qué iba a hacer si el siglo
andaba duro, y nadie sabía que el placer
es bueno, y convenía creer en otra vida,
que apetece muy poco porque parece sueño?
Aquiles Tacio no cambió, seguro.
Pero sabía que, a veces (tristemente)
nos llega la estación final: El vencimiento. Vicente Gallego (Valencia, 1963) ha publicado entre otros los libros de poesía La luz, de otra manera (1988), Los ojos del extraño (1990), La plata de los días (1996) y Santa deriva (2002). Ha recibido los Premios Rey Juan Carlos y Loewe de Poesía.
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