Quien nació para callar
Se detuvo y pensó en el tiempo:
Atrás, adelante.
Y la estrella se le antojó rojiza.
Se había terminado ya la dulce edad
y el mundo entero parecía estar a tus pies,
en tus manos,
en los hilos delgados de tus dedos.
¡Nada más lejano!
Párpado contra párpado
la distancia se filtraba y hacía inútil cualquier contacto,
el cuerpo etéreo de la esfinge pretendía detenerte:
¿A cuántos gorriones,
a cuántas algas mágicas,
a cuántas pulgadas
extensivas a la geografía de los cuerpos
está este mundo,
y para qué?
No era la primera vez que te asaltaba la pregunta.
Su susurro médico vivía bajo tus pupilas,
asustado, como si fuera una verdad.
Pero tú lo habías callado
y por eso
estás en este mundo y no en otro,
por eso, después de cada intento
vuelves sobre tus pasos arrastrando
la piel vacía de la pregunta.
Levantó su equipaje cubierto ya de polvo espeso
y empezó por fin el que pensaba
su camino verdadero.
Es la historia de un disparo,
del silencio anterior,
del hueco en el riñón,
de su recuerdo y del aire.
Es el cuento corto
de la muerte y lo aledaño,
del suspiro y la amnesia,
de la memoria sumergida en las cañerías del recuerdo.
Era una pared con hiedra,
dibujaba formas diversas:
un pantalón, una nube, una letra
y todo caía en tus pupilas como una gota sobre el agua
dibujando un panorama del que poco a poco
empezaron las palabras a saltar.
El vuelo circular.
El calor.
Todo podría haber estado detenido,
congelado y tú recordarías lo mismo:
el pasto seco, el vuelo, el vuelo, el vuelo.
Podrías preguntarte
por qué volaban las aves ese día,
pero parecía natural,
natural como el primer disparo,
la ráfaga,
el pálpito,
el teléfono negro,
la voz, la orden, el grito, el otro grito, el grito siguiente, el grito que se ahoga,
y tu silencio bien sembrado en la mitad
como si hubieras nacido para callar.
Era verdad: la estrella era oscura.
Cada paso parecía adentrarlo en las sombras
y las sombras eran parte de los días,
y cuando el polvo dejó
de posarse en su equipaje
todo fue liviano:
la estrella lo había hecho parte de su cuerpo.
No había fantasía más poderosa que su tacto
ni otra revelación superior a su mirada.
Era verdad: la estrella era verde
y las voces se habían quedado
en el blando ronquido de las aguas.
Nunca había entendido esas palabras,
jamás había podido pronunciarlas
y por eso estaba aquí.
Francisco Montaña Ibáñez, (Bogotá, 1966) Ha publicado una novela: Bajo el cerezo (2001) y una obra de teatro: El adulto y el sastre (1997) y ha hecho traducciones de literatura clásica y contemporánea del ruso al castellano. Es profesor de la facultad de artes de la Universidad Nacional de Colombia.
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