Sergio Mondragón

Partida de Itzapapálotl, madre y maestra

I

Todo es confuso en mi pasado. Todos opinan sobre él y elaboran profusamente alrededor de una misma historia, que se transforma a cada instante. Los relámpagos intermitentes que iluminan las pirámides que me dieron sustento y rostro, le dan continuidad a mi existencia. También el sol, que revienta las piedras. Y las hormigas, con su carga de maíz y chile colorado.

Pero una cosa es segura: he podido sobrevivir a pesar de mis exégetas y mis adoradores (quise decir: aduladores), los que administran desde sus autos refrigerados y por la frecuencia FM, los museos con sus vitrinas donde se venera mi efigie.

Mas nadie nota realmente mis caderas de barro, ni sabe con certeza en dónde vivo, ni ha respirado la fragancia de mi falda de seda chillona. Soy más bien una presencia que pasa desapercibida, pues todos me miran como a través de un cuerpo transparente. Mi morada fija es la conciencia de algo vivo que arde y duele en el fondo del tiempo que mana en el corazón, pero no transcurre.

Yo sé bien de dónde vengo y quién soy, aunque todos lo ignoren y me cubra el desprestigio contemporáneo y tenga que vivir huyendo, con mis cabellos en la frente y mis tacones lodosos. En el barrio de las mitologías, entre los suspiros y el acoso de borrachos y ambulantes, rento un cuarto de azotea, al que voy poco.

Los vientos de las diez direcciones trajeron las semillas que fecundaron a mi madre, que recibió una pedrada en la cabeza y rodó por las escaleras, hasta caer en el presente. Yo nací de su anhelo de lluvia y sus dolores en las sienes, que calma con rodajas de ruda; y del deseo de mi padre, que lo pidió todo dando a cambio un montoncito de pólvora que luego exigió que mi madre hiciera escurrir entre sus dedos. Mi otro nombre es Nadie, aunque muchos me conocen como Mariposa o me llaman La Negra.

Entre tantas versiones, o aversiones, fluyen mis numerosos hijos, que tienen sin embargo una certidumbre: su madre llegó hasta aquí transportada en un río de piedras, empujada por un viento que se quedó a tocar su caracol en mi vagina: el mismo aire sofocado que me acompañó en las cuevas donde me ocultaron para tapar su amor avergonzado. Pero yo he vivido sin culpa, y razonablemente feliz, apoyada en mi hijo Ce Ácatl Johnatan Topiltzin Gómez Quetzacóatl, y en mi hija Jenifer Paola Itzpapálotl Hernández Escobar, que son mi sostén y mi orgullo, aunque ellos lo ignoren.

II

Mi puro nombre de río ha obrado milagros en estas tierras, que desde siempre han producido legumbres en abundancia, y bordos vivificantes, y rápidas acequias, y alfalfares en los que he podido retozar y mancharme de un verde picoso las rodillas, lo que ha provocado el enojo de mi madre, la Llorona (lo de mi madre es otra historia y ya ha sido contada, usada muchas veces para asustar a los niños, cambiándole el nombre por el de Coco, apelativo que viene de Coqueta). La fertilidad y ferocidad de estas tierras han quedado impresas en mis ropas como un aroma, dicen que milagrosamente, y han sido adoptadas como emblema emocional por muchos de por aquí.

Por mi parte, alimento mi vida secreta, de mujer que observa constantemente y piensa a todas horas, con las imágenes vivificantes del cántaro roto y la serpiente emplumada, y con ellas mantengo templados mis instintos; digamos que son los elementos con los que me estimulo. Por eso mi marido los blande a todas horas frente a mí, contorsionándose, y su danza me mantiene satisfecha. Darle a él toda la leche de mi pecho me ha permitido vivir contenta, viéndolo crecer como un muchacho responsable, a pesar de todas sus limitaciones.

Así que pueden considerarme humana, pese a todo, ya que vean: me gusta que me masturben frente al espejito humeante en el que miro mis labios obscuros de los que veo surgir a Tezcatlipoca en el momento delicioso, con sus ojos entornados y sin armas, y con la boca arrugada de placer.

No crean, pues, que soy toda metafísica y mito, pura imagen religiosa o historia sagrada, mutilada de atributos mundanos, alegoría edificante para sostener la orfandad de mi pueblo. Hay en mí un viso de realidad y mi aliento se ha vivificado a lo largo de esta historia de amor con el latido de sus corazones, el murmullo de sus esperanzas y el olor de sus sueños, cuando los han permitido los políticos corrompidos –vaya pleonasmo, hablando de mexicas- que los manipulan y gobiernan. Soy, por lo demás, una mestiza atractiva, completamente Mexicana, patronímico éste compuesto de Meseta siniestra, Jícama y Picana, el eficaz instrumento de tortura en las manos obscuras de mis hijitos los agentes de la policía, cuando interrogan a mis entenados.

III

Heme aquí entonces, al final, doblada por las reumas y convertida en el pañuelo de todos ustedes, en la penosa condición de verme asediada por la cáfila de los ex – presidentes que sobreviven hasta hoy y esperan de mí un milagro, condenados como han sido junto con los caciques gordos de Cempoala y otros descastados a cadena perpetua y trabajos forzados (no faltó en el juicio que se lleva a cabo de manera permanente en la eternidad, el exagerado que pidiera para ellos que fueran arrastrados a cabeza de silla,

del Zócalo a la Villa,
oh, maravilla,
una pura rencilla,

por el caballo sin jinete de Miguel Páramo, y exhibidos luego en jaulas en las cuatro esquinas del Palacio Nacional); pero yo, una pobre mujer, ¿qué puedo hacer por señores tan poderosos? Si mis pies rajados y los jiotes en mi piel, y mi cabello negro y grueso no han podido conmoverlos antes, ¿podrán salvarlos ahora que la indiferencia y la incuria, y el saqueo, y el retraso mental, y la ineficacia para gobernar y convivir, y el odio, y el éxodo, se han enseñoreado de mi tierra, erosionada como consecuencia de sus acciones, cubriendo de basura y fealdad y desconcierto los paisajes y la gente? ¿Ahora que no sólo la autoestima de los mexicanos sino también el águila de mi nahual han sido mutilados y hasta mi efigie se subasta en las banquetas de las diez direcciones del mundo, entre los aullidos de los coyotes y los ires y venires de los traficantes y sus risotadas?

¡Oh, Huitzilopochtli, mi hijito primigenio que corres silbando por las venas de todos mis otros hijos! ¡Tú que fiel a nuestras costumbres ancestrales sigues cuidando las milpas y aderezas con el sudor de tus genitales el picor de los itacates, mismos que las brujas de nuestras pesadillas llevan contentas y presurosas hasta los divinos campos de labranza! Ahora que hoteles de lujo y altivos periféricos horadan con su peso los escuálidos pechos de los albañiles que los levantan, y las señales de las carreteras de cuota apuntan tontamente y sin falta en las direcciones equivocadas, en la esperanza de que todos lleguen primero que nadie a los infiernos; ahora que la miseria y el resentimiento se multiplican, y los piojos y el hambre devoran a estas multitudes amarillentas y taciturnas,

¡vierte tu blanco y espeso pulque sobre mis labios quemados y llévame contigo a las alturas, lejos de esta tierra desnaturalizada que ya me aburre con su empecinamiento y ha agotado mi deseo hasta el punto de hacerme sentir completamente seca ante la estupidez de que me veo rodeada!

Te prometo que regresaré a esta tierra adulterada cuando vuelva a sentirme humedecida y estimulada por la espontaneidad y la frescura que siempre caracterizó a esta gente, otrora honrada y valiente, de vibrantes voces y brillante mirada, de corazones puros y carácter templado y digno. Un regreso que te prometo para cuando volvamos a ser los mismos de ayer y de entonces, un tiempo en el que, sin embargo, ya no seremos los mismos...

A Hilario y Micky,
de naturaleza músicos


Sergio Mondragón (Cuernavaca, 1935), hizo estudios de lengua y literatura japonesa en la UNAM y fue corresponsal de Excélsior en Japón, y editor de El corno emplumado, la Revista Latinoamericana de estudios budistas y coeditor de la antología de poesía japonesa moderna, Un rebaño bajo el sol. Uno de sus últimos libros de poemas es Las eras imaginarias (1998).

<<< Volver