Africa
I
En la luz comienzan los animales
extenuada
expulsó a la cebra
que no tiene campo
sino en el espejismo
enfermó a la resolana para espesar al león
y dobló en un tulipán
a los flamencos.
Ella hizo
que las especies se reconocieran
para que el fin durara,
que no se cruce con el halcón
el leopardo
el buitre con el pez
pues nunca serán del todo
sólo formas del miedo que tuvo el universo
a perder la memoria.
La luz es eso que las bestias gritan
el bramido del elefante
amputado
del pulmón de la noche
el grito con que se alumbra el zorro
la risa
con que se desclava de sus huesos la hiena
y el rugido
de cada rotación del mundo en el león.
Los hombres, al borde del cráter, sonríen
con el voltaje justo
para no desaparecer,
quietos, igual que sombras azules bajo los árboles veloces,
separados por el cuello
de la intemperie atraídos
como jóvenes muertos
hacia la luna vacía del Ngorongoro.
Son el alguien del viento
los masais
van como lentos pájaros
detrás de su ganado
sin rumbo:
ellos son el confín. El ademán de la planta
cuando iba a ser vagabunda,
el de la sombra cuando iba a ser persona,
hombre que sale por su propio pie de un sueño
y no acaba de ser
aunque se imante de colores se perfore
o a duras penas toque tierra.
No le viene su animal ni bebiendo sangre
sólo el cloriti le devuelve el rugido
que, como el coraje, regresa desde muy remoto
y entonces sí
el león huele a masai
y se espanta de ese hombre
hendido
por una bestia transparente.
Recién entonces entran, solitarios,
a la luz que ondulan
y es ver peces oscuros
en un campo de olfatos.
Los animales emanan sus distancias:
en la jirafa cunde
la visión de la hierba;
la alegría de un suicidio
en el azul del pájaro,
que no ocupa nada
y ese color es más grande
que todos los espacios.
Estos invisibles son el campo
donde la cebra acaba
va a comenzar la lluvia,
el avestruz mira
por donde él ya se ha ido
y la garza
vuela siempre en otro lado.
Fuera, los masais, cercan en círculos
sus animales, sus casas, sus mujeres.
Para seguir, borran el camino
en círculos como el fuego
y los pájaros.
En la sabana tarda el primer día.
El último, el final,
un viento de eclipse borrará las llanuras
alentará
ya ingrávida en el polvo, la gacela,
en su imán
el rinoceronte
y en leves desiertos
la desnudez, sólo la desnudez
sin cuerpo de los hombres.
A ese final lo huele el ñu, sabe que sólo el que huye
es único
y muere sin cesar en la manada,
el cocodrilo que aguarda en el pasado,
el hipopótamo
que envejece, amniótico,
las aguas de su nacimiento.
Las bestias
sostenidas
por la música de su aparición
propagan, copulando, esta comarca de temblores,
de alumbramientos.
Y empieza la cacería, dentro del polvo
en Masai Mara,
dentro de la atmósfera
en Ngorongoro
y en un desmonte de la luna
en Taranguire.
El día no tiene tiempo.
El mismo instante
que aísla
el sueño de la jirafa
hechizase templa en el búfalo
la hora
que martiriza al buitre
aquí
pesa más la sangre que la muerte.
Ya de noche, lo que se oye y brilla
son fiebres
el elefante grita como un árbol,
como un humillado
la hiena
y una ola lejos del mar
clama en los leones.
Todos deformándose
hasta desterrarse. Pero vuelve la luz
y con la luz
el tacto
y el esperma y la sed y la sombra y el hambre
entonces
cambian el color
y son el pasto
y la arena y la rama y la lluvia
y nada puede detener el mundo
mientras dure el quebranto
del primer día del mundo.
Leopoldo Teuco Castilla (Salta, 1948), ha publicado El espejo de fuego (1968), La lámpara en la lluvia (1971), Generación terrestre (1974), Versión de la materia (1982), Campo de prueba (1985), Teorema Natural (1991) y Baniano (1995). Fue invitado por la Unión Soviética para escribir un Diario en la Perestroika. También es autor de Nueva poesía argentina (1987) y Poesía argentina actual (1988).
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