Alberto Lauro

Para llegar a Delfos

Cruzar el mar. Perdido en las ciudades.
Pasar entre las brumas la intemperie.
Inerme está el que para siempre escapa
extranjero hacia la noche de las islas.
Enmudecer pisando las fronteras.
Herido evadir las trampas, los ejércitos.
Evocar a alguien que amas en la ausencia
de otro cuerpo. Oír de cerca la blasfemia,
alabanzas, labios de dignos oradores,
miserables. Padecer los riesgos
del que avanza al caminar como un inútil.
Y llegar a Delfos, donde el Oráculo
entre humos, perfumes y oscuridad grita
la ofensa irreparable para quien vive
mortal e hijo de mortales.
   

Estrella del norte
Éxodo 12,37

Sobre la sombra del tiempo
eres tú la más amada,
estrella del norte, testigo fiel de centinelas,
marineros y amantes.
Te contemplamos prisioneros
en el desierto de la noche
de las islas y su vasta oscuridad,
llenos de hierros y grilletes,
conducidos por los invasores
en esta interminable caravana.
Por ti no importa que nadie
venga a libertarnos si solos,
poco numerosos y en cadenas,
ganaremos todavía la batalla.
   

En la cena

Esta noche, a la hora de la cena,
—no éramos precisamente doce—
en el lugar de la abuela
descubrimos a una extraña.
¿Cómo es posible que durante años
no supimos cuándo hubo de partir?
Ajenos y ocupados estábamos
en dar falso esplendor a su apellido.
¿Cuándo su traje se hizo jirones,
garras las uñas de sus manos,
pozo de sombras sus bellos ojos,
esa boca tenebrosa
en quien no llegan a reconocer
el rostro amargo de una mujer
que nos acusa de haber vendido
su casa por un pedazo de pan.
   

Carta a Saulo

Hermano:
Los labios con que has mentido
hoy son mis labios, olvidada la voz,
la zarza ardiente, el polvo
del camino de Damasco.
Es de madrugada.
Como un fantasma entra a mi cuarto
una anciana rezando el rosario
detenido en los misterios dolorosos.
Y todavía me bendice.
Afuera, en la noche del mundo,
de nuevo canta el gallo
tres veces por mí.
   

Entrando en el templo

Es preferible uno de fango a ese dios del clero de Corinto
pues legiones de éste, con el favor de su nombre,
erigen monumentos, fortunas, potestades,
obligándonos a los gentiles,
sin resistencia por temor a su ira,
a entregar en el diezmo nuestra escasa riqueza,
miserable tributo para entrar con ellos
a sus templos donde el poder y el placer
son el oficio de quienes
dominan, bendicen y testifican.
Es preferible un ídolo de fango a ese dios del clero de Corinto,
indiferente a la pobreza del pueblo,
ciego ante el sufrimiento, sordo a la súplica.
 
Y sin embargo entramos en el templo.
   

Noche de Bizancio

Un día amanecieron las casas desiertas,
los templos vacíos,
los pergaminos quemados.
El ejército enemigo
había tomado mejores posesiones. 
Nadie elevó a los dioses plegarias.
La herejía tomó sitio en los burdeles.
Guerreros de legiones invencibles fueron derrotados.
Yo besé los labios del mercader y del tahúr.
Como los caballos de Aquiles
que al llanto se entregaron
por la muerte de su amado Patroclo,
el pueblo sepultaba entre las manos su dolor.
Mercenarios y sacerdotes
que temían un sitio entre la muerte
complasiéronse en aplausos,
renunciando a su linaje,
en tanto se escuchaba la palabra indigna. 
Era la noche de Bizancio.


Alberto Lauro (Holguín, 1959), es licenciado en letras por las universidades de La Habana y Autónoma de Madrid. Guionista de radio y televisión, ha recibido premios como el David y Mirta Aguirre. Entre sus libros de poemas figura Cuaderno de Antinoo (1994). Lauro escribe para el diario La razón de Madrid.

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