Entonces la muerte
A la bondadosa memoria de mi padre
«Entonces la muerte, pienso, la muerte»
Anton van Wilderode
1
En la cabeza, palabras amargas;
palabras dolorosas
por su carga de muerte.
En los ojos, tristeza.
Y de súbito, allí,
en una esquina angosta de la tierra,
algo te reconcilia con el tiempo.
Un árbol te ha devuelto la esperanza.
Con él ha regresado esa verdad,
por lo demás siempre precaria,
con que justificar hasta la vida.
Por la visión humilde de un membrillo.
2
Junto a esta cama de hospital,
utilitaria y blanca, en la que ahora
descansa el cuerpo enfermo de mi padre,
en este mismo sitio donde ahora
yo mismo estoy sentado,
estuvo un día él velando al suyo.
Me lo recuerda a veces, por la noche,
cuando apagan las luces del pasillo
y se oyen los pasos silenciosos
del personal de guardia
y la tos del vecino y la queja lejana
de alguien que sufre ajeno en un cuarto del fondo.
En voz baja relata otras noches de insomnio
semejantes a ésta, aunque él no fuera entonces
el sujeto pasivo de mis torpes cuidados
sino el representante de esa fuerza
que sacamos sin duda de flaqueza
para poder estar a la altura
de tan penoso trance.
Entre dos luces,
con la respiración forzada del oxígeno,
mientras cambian las dosis del gotero,
pienso un momento en mí
y, sin quererlo, me veo a mí mismo
tendido en esta cama, y a mi lado, sentado, como yo,
en la misma silla, alguno de mis hijos
agarrándome
muy fuerte de la mano.
3
En realidad, no sé
si vamos al encuentro de la muerte
o si venimos ya de su certeza.
No me recuerdo ajeno, de algún modo,
a su alargada sombra sigilosa.
Estaba allí, en lo oscuro, en las estancias,
al fondo del pasillo, en la penumbra
de aquel mismo rincón en el que ahora
estoy acurrucado contra el tiempo.
Estaba en las palabras susurradas
y estaba en los silencios clamorosos
y en los ojos tristísimos y húmedos
de mis padres volviendo de la iglesia
sin más explicaciones que las tópicas.
Estaba allí, sin duda,
y siempre ha estado
haciéndome la misma compañía
y sé perfectamente cómo huele,
y las formas que adopta y reconozco,
como si fueran mías, sus mentiras.
Por eso dudo si vamos a morir
o de una vez por todas dejaremos
de estar ya en vida muertos.
4
Todo me lleva a ti; así, esta tarde
abierta al cielo azul que ha sucedido
al airado negror de la tormenta,
bajo esta luz que, más que vespertina,
me parece cegante y de mañana,
cuando atravieso el valle
y vuelvo a Jerte, sin saber porqué,
siguiendo no sé bien qué raro impulso,
curva a curva, ya sabes, cauce arriba,
hasta las mismas fuentes de la vida.
Todo es igual, pero también distinto,
y me remite a ti. Y las cascadas,
y los bancales y el río y los cerezos
parecen ser mirados por tus ojos
y a su través me hablas todavía
y vuelves a explicarme lo que importa:
sentirse aquí, feliz, y rodeado
de cuanto cualquier hombre necesita:
la luz, el campo, el árbol, la montaña,
cosas, tal vez, vulgares o anacrónicas
pero que nos confortan y nos salvan;
los seres y las fuerzas de ese mundo
solar donde vivías;
donde, para mi bien, conmigo vives. Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de varios libros de poesía, ensayo y novela y ha recibido premios como el Loewe y el Ciudad de Badajoz. Traducido a varios idiomas su último libro de poemas es Mecánica terrestre (2002).
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