Para que yo me llame
Ángel González
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
Ciudad Cero
Una revolución.
Luego una guerra.
En aquellos dos años -que eran
la quinta parte de toda mi vida-,
yo había experimentado sensaciones distintas.
Imaginé más tarde
lo que es la lucha en calidad de hombre.
Pero como tal niño,
la guerra, para mí, era tan sólo:
suspensión de las clases escolares,
Isabelita en bragas en el sótano,
cementerios de coches, pisos
abandonados, hambre indefinible,
sangre descubierta
en la tierra o las losas de la calle,
un terror que duraba
lo que el frágil rumor de los cristales
después de la explosión,
y el casi incomprensible
dolor de los adultos,
sus lágrimas, su miedo,
su ira sofocada,
que, por algún resquicio,
entraban en mi alma
para desvanecerse luego, pronto,
ante uno de los muchos
prodigios cotidianos: el hallazgo
de una bala aún caliente
el incendio
de un edificio próximo,
los restos de un saqueo
-papeles y retratos
en medio de la calle...
Todo pasó,
todo es borroso ahora, todo
menos eso que apenas percibía
en aquel tiempo
y que, años más tarde,
resurgió en mi interior, ya para siempre:
este miedo difuso,
esta ira repentina,
estas imprevisibles
y verdaderas ganas de llorar.
Ángel González (Oviedo, 1925), padeció los estragos de la Guerra Civil, luego de la prematura muerte de su padre, cuando el poeta sólo tenía dieciocho meses. Al comienzo de la contienda los franquistas asesinaron a su hermano Manuel y luego su hermano Pedro hubo de partir al exilio. Enfermo de tuberculosis, luego de una cura en Páramo del Sil, ingresó a la facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo y en 1950 se mudó a Madrid para estudiar periodismo. Miembro de la Generación del Cincuenta, desde sus primeros libros recibió el reconocimiento de sus pares, ganando un accésit del Adonais con Áspero mundo (1956) y el Premio Antonio Machado, en Colliure, por Grado elemental en 1962. Invitado a los Estados Unidos a comienzos de los años setentas, profesaría hasta su jubilación en la Universidad de Nuevo México. Elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, González ha recibido además, entre otros, los Premios Reina Sofía, Príncipe de Asturias, Julián Besteiro y Federico García Lorca. Su obra completa se haya recogida en Palabra sobre palabra (2005).