Sin remedio
(Fragmento)
A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus
treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar
como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble.
Fina seguía durmiendo junto a él, como si no se diera cuenta de la
gravedad de la cosa. Le tapó las narices con dos dedos. Fina gimió, se
revolvió en las sábanas, y después, con un ronquido, empezó a respirar
tranquilamente por la boca. Las mujeres no entienden.
Afuera cantaron los primeros pájaros, se oyó el ruido del primer motor,
que es siempre el de una motocicleta. Es la hora de morir. Sentado sobre
el coxis, con la nuca apoyada en el filo del espaldar de la cama y los
ojos mirando el techo sin molduras, Escobar se esforzó por no pensar en
nada. Que el universo lo absorbiera dulcemente, sin ruido. Que cuando Fina
al fin se despertara hallara apenas un charquito de humedad entre las
sábanas revueltas. Pensó que ya nunca más sería el mismo que se esforzaba
ahora por no pensar en nada; pensó que nunca más sería el mismo que ahora
pensaba que nunca más sería el mismo. Pero afuera crecían los ruidos de la
vida. Sintió en su bajo vientre una punzada de advertencia: las ganas de
orinar. La vida.Ah, levantarse. Tampoco esta vez moriremos.
Vio asomar una raja delgada de sol por sobre el filo hirsuto de los
cerros, como un ascua. El sol entero se alzó de un solo golpe, globuloso,
rosado oscuro en la neblina, y más arriba el cielo era ya azul, azul añil,
tal vez: ¿cuál es el azul añil? Y más arriba todavía, de un azul más
profundo, tal vez azul cobalto. Como todos los días, probablemente. Aunque
esas no eran horas de despertarse a ver todos los días. Nada garantizaba
que el sol saliera así todos los días. No era posible. Decidió brindarle
un poema, como un acto de fe.
Sol puntual, sol igual,
sol fatal
lento sol caracol
sol de Colombia.
Y era un lánguido sol lleno de eles, de día que promete lluvia. Quiso
despertar a Fina para recitarle su poema. Pero ya había pasado el
entusiasmo.
Quieto en la cama vio el lento ensombrecerse del día, las agrias nubes
grises crecer sobre los cerros, el trazado plomizo de las primeras gotas
de la lluvia, pesadas como piedras. Tal vez hubiera sido preferible estar
muerto. No soportar el mismo día una vez y otra vez, el mismo sol, la
misma lluvia, el tedio hasta los mismos bordes: la vida que va pasando y
va volviendo en redondo. Y si se acaba la vida, faltan las
reencarnaciones. El previsible despertar de Fina, el jugo de naranja, el
desayuno.
Cada día pasaban menos cosas, y cosas más iguales, como si sólo sucedieran
recuerdos. Al despertarse cada día tenía siempre la boca llena de un sabor
áspero de hierro, la garganta atascada como un caño oxidado de sulfatos.
¿Se oxidan los sulfatos? ¿Se sulfatan los óxidos? Pasaba días enteros
durmiendo, soñando vagos sueños, sueños de sorda angustia, persecuciones
lentas y repetidas por patios de cemento encharcados de lluvia. Fina lo
despertaba, le daba de comer, lo dejaba dormir, lo olvidaba en su sueño: a
veces insistía en darle vitaminas, como si fuera eso. Había dejado de
sentir, de esperar, de hacer planes, de pensar cosas complicadas, con
incógnitas. A veces todavía ?pero era por inercia? se le seguía viniendo a
la cabeza algún poema: un poema bobísimo, como la bobería misma de
componer un poema. La forma debe reflejar el contenido. Sí, pero para qué.
Sí, pero ah... Como si su organismo por costumbre fuera poniendo huevos
sin querer: un breve esfuerzo, un hipo, y una cosa redonda queda ahí
abandonada -asonante, consonante, infecunda. A los treinta y un años
Rimbaud estaba muerto, por lo menos. Se sentía resecado, reblandecido,
enfriado, moribundo, y rodeado de cosas terriblemente muertas. Y así,
días. Semanas. Algo en él le decía que aquello iba a durar toda la vida. Y
nada le decía cuánto iba a durar la vida.