Los tormentos de la poesía
No son pocos los poetas que, por ser bilingües o por razones que se dirían estratégicas, escriben en otras lenguas que no son la suya. Así lo hicieron Pessoa, Eliot, Rilke, Brodsky, Moro, Huidobro y hasta nuestro mismo Manuel Bandeira, que, traductor soberbio, jamás consiguió verter al portugués ninguno de los versos que escribió en francés. Es ese el caso de Floriano Martins en Los tormentos miserables del lenguaje y las seducciones del infierno en los instantes trágicos del amor de Barbus y Lozna, título de inequívoco sabor quevediano, pero que nada tiene de Quevedo, puesto que no fue esa la intención del autor. la intención es bastante distinta y, sin duda, justificada porque sabemos que es muy poco aquello que sobrevive de casi todo lo que se circunscribe al gueto de la lengua portuguesa. Y extraña que así sea, ya que el portugués, amén de lengua culta, es la sexta más hablada en el mundo. En el caso de Floriano Martins -quizás nuestro mayor especialista en poesía hispanoamericana-, la elección fue claramente estratégica, o sea, buscar una mayor difusión de su poesía en el ámbito hispánico y, como dijera una vez Huidobro, huir de ciertos vicios del idioma y alcanzar así mayor simplicidad en la expresión poética. otro detalle importante: esa práctica nada tiene, al menos en Floriano Martins, de contumaz u obsesiva, lo que lo sitúa en posición contraria al bilingüe cabal o por fatalidad, como es el caso del novelista carioca Per Johns, que se mueve muy a voluntad en por lo menos dos lenguas: la portuguesa y la danesa. Y en el caso de este último el impasse se torna muchas veces dramático, como él mismo observa en uno de los pasajes metalingüísticos de Las aves de Casandra: “El arraigado es uno con su lengua. El bilingüe es dos y ninguno”.
Además -y en ese paso lo admite el propio poeta-, toda su producción posterior a Tumultúmulos (1994), vino padeciendo de cierto barroquismo, de una acumulación metafórica que acabó por engendrarle, no una solución, sino un laberinto en el cual ningún hilo de Ariadna le podría valer. Y aquí, otra vez, se configura aquella opción estratégica a la que recientemente aludimos. Y la verdad es que toda su poesía gana a partir de entonces un nuevo impulso. En la aventura hispánica de Los tormentos miserables se entrelazan armónica e orgánicamente la sensibilidad métrica, la forma fija (el soneto, aunque algo atípico) y la prosa poética de largo aliento, como desde siempre, de hecho, cultivó el autor. Es bueno que se advierta, sin embargo, que Los tormentos miserables no constituyen un récueil poético, y sí un núcleo temático (o problemático) que se reparte en 46 fragmentos, u otros tantos poemas, si así se prefiere. Es bueno ver, además, que el poema se inserta en una vertiente algo extraña de la lírica brasileña: aquella que privilegia la poesía (y la metapoesía) del pensamiento, como la han ejercido entre nosotros Carlos Drummond de Andrade, Jorge de Lima y, tal vez más que cualquier otro, Dante Milano. Sería algo así como la poesía de la poesía, un áspero y punzante esfuerzo de ascesis, tal como lo vemos en el reciente La vía estrecha, de Alexei Bueno. Y aquí no hay cómo escapar: toda esa praxis, que en buena hora enfrenta y afronta la banalidad y el metaludismo en que se convirtió considerable parte de nuestra poesía contemporánea, nos remite a las matrices seminales en que esplenden los nombres de Hölderlin, Novalis y Leopardi.
Por eso mismo es que se ve, en los versos y entrelíneas de Los tormentos miserables, una permanente oscilación entre lo lírico y lo trágico, vertientes por definición antagónicas entre sí, mas que encuentran, sobre todo en Leopardi, algo como una superación de ese conflicto o, por el contrario, su más consumada cristalización. No fue al azar, a propósito, que la ensayista Helena Parente Cunha abordó la cuestión en Lo lírico y lo trágico en Leopardi (1980), donde sustenta que la fluctuación “de un extremo a otro, de la ilusión a la desilusión y viceversa, que moviliza la estructura de los Canti, se extiende a la alternancia de lo trágico y lo lírico”. Y esa alternancia, tal como la vemos en Floriano Martins, nos lleva a situar el conflicto entre razón y sentimiento en el ángulo de abordaje a que se arriesgó aquella ensayista cuando observa: “el sentimiento crea la ilusión del espacio lírico, que la razón demuele en el tiempo trágico de la desilusión”. Y es por eso tal vez que, ya en el título mismo del libro, Floriano Martins nos remite a “las seducciones del infierno en los instantes trágicos del amor de Barbus y Lozna”. Se entiende así que, en el fragmento XV, escriba el poeta:
¿De dónde viene el dolor? Nuestras acciones
están viciadas en tal orden de quejumbres
que la felicidad es una desesperación. Cada uno
habla de si mismo, en nombre de su amor.
Como mejor se entiende todavía cuando, en el fragmento siguiente, nos advierte:
Errante y Barbus, mi amor baja hasta el vacío,
¿pero
que es lo suyo en ese viaje redondo? Lo que fuimos
ya no somos. ¿Que es lo mío sino la nada, el ilusorio?
Se ve aquí que el amor se construye y se destruye como en aquella tríada hegeliana en que la forma de ser y dejar de ser o ser para llegar a ser la nada y el modo de ser de la nada es dejar de ser la nada para pasar a ser el ser. ¿Ya no lo decía Heráclito de Éfeso siete siglos antes de la era cristiana? ¿Y no lo dice ahora Floriano Martins cuando concluye que “lo que fuimos ya no somos”?
No bastan esas “seducciones del infierno”, cumple denunciar aún que las entrañan los “tormentos miserables del lenguaje”, es decir: los tormentos de la poesía. Pues el poema de Floriano Martins construye y desconstruye también un discurso que se estructura sobre el signo del metalenguaje, como se ve en varios de sus pasajes. Y tanto Barbus cuando Lozna son como emblemas tangibles de ese conflicto:
Hacia el principio caminan todas las muertes. Eres el infierno de las transfiguraciones, un abismo de huesos abierto en tu desnudez de cortafuegos. Tu nombre es Lozna.
Y luego adelante, en el fragmento X:
Lozna es una herida que no cicatriza: son palabras con que el tiempo quiere despedirse de nosotros. La lengua tocando la sal en su primer día de olvido, la oscuridad tomando el pulso de un alma sin regocijos.
Y a pesar de toda esa desolación leopardiana, los amantes bailan en cuanto el mundo esplende en desastres, “mientras el hombre no esperaba nada del hombre, mientras el asombro quedaba sólo”. Mas la decepción avasalladora de lo trágico vuelve a subyugar la efusión lírica, como lo atestiguan los dos últimos versos:
La mismísima flor del mundo es siempre nada,
no hay pausa, solamente una palabra decepcionada.
Incluso así, el poeta resiste las amenazas de destrucción de la palabra, de aquella misma palabra que nos habla T. S. Eliot en el quinto movimiento del primero de sus Cuatro cuartetos, cuando escribe: “Las palabras se distienden, / Estallan y en veces se quiebran bajo el peso, / Bajo la tensión, tropiezan, resbalan, perecen, / Se pudren con la imprecisión”. También Floriano Martins erige su voz contra el exilio que la destierra, tal cual se lee en el fragmento XXII:
Hasta la humedad más profunda
del silencio buscaré la desterrada unidad del verbo,
bajo el limo de las asfixias, bajo la dimensión del exilio.
Dijimos al inicio que Los tormentos miserables es también un poema de abisal y dolorosa ascesis. Es que entre esos “tormentos miserables del lenguaje” y las “seducciones del infierno en los instantes trágicos de Barbus y Lozna” se interpone, absoluta e innumerable, la presencia de la muerte, que se insinúa de fragmento en fragmento. Barbus y Lozna sólo podrán superarla por la dinámica de la ascesis, pues todo en derredor sabe apenas a caducidad y a contingencia terrenas. Y no los auxilia ninguna creencia religiosa, ni siquiera nuestra arraigada y tenaz fe cristiana. Por lo menos es lo que se concluye de la lectura del fragmento XXV, en el que sentencia el poeta:
No se resuelve la historia en su repertorio
de agonías. El Calvario no es centro de nada.
Y adelante, en el fragmento siguiente:
Me gustaría
aceptar tus versiones de la muerte, pero tus versos hablan
de un paraíso perdido que es un emblema del horror
que vivimos. No hay la podredumbre del cuerpo ni una
trayectoria de ángeles. Los que piensan en la vida
deben entender que el dolor es parte de la misma alegría,
que no hay una tumba de turno ni felicidad prometida.
El centro del hombre es lo que hacemos de nosotros.
O sea, como lo pretendía el sofista presocrático Protágoras de Abdera en el siglo V a. C.: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en tanto son; y de las que no son, en tanto no son.” Si por un lado es lírico el amor de Barbus y Lozna, del otro es también trágico porque vive en el desamparo cósmico y bajo el signo de una lucha que, aquí, sí, se confunde con aquella agonía que Unamuno vislumbró en la resistencia de ese mundo cristiano que, aunque moribundo, no muere jamás. Barbus y Lozna viven así en la frontera de la muerte, como también a las puertas de la muerte vive el poema entero. Y en tal punto es en esa condición que vive y fulgura el texto que el poeta será llevado a preguntar, como lo hace en el fragmento XXXIV: “¿Es la poesía una forma posible de la vida o de la muerte?” El amor en ruinas de Barbus y Lozna, que no es “una sagrada revelación”, mas apenas la “prueba de amor reconocida por Hölderlin”, ilumina todavía la atormentada tesitura de ese largo y punzante poema, un poema raro y casi solitario en el panorama de nuestra literatura presente, un poema en que el amor, para ser aceptado y comprendido, desdeña las pruebas que lo atestiguan. O como dice el propio poeta:
No hay pruebas del amor: todo es risible en los argumentos.
Ivan Junqueira, (Traducción al español por Benjamín Valdivia)