Pocos poetas de nuestra tradición han amado más a su tierra de origen que Raúl Gómez Jattin. Ello es inquietante, porque tendemos a imaginar a Raúl, influidos por la visión de sus últimos tiempos, como un nómada sin lugar en el mundo, como ese eterno personaje de Kafka que anhela en vano ocupar un lugar en alguna parte. Pero la verdad es que el mundo de Raúl, en su vida y en su poesía, es nítido. Él tenía, como lo dijo, un corazón de mango del Sinú, y en ninguna parte de sus versos se siente más la plenitud del vivir como en aquellos que describen su tierra. Mención del paraíso es la rayuela bajo el mamoncillo del patio donde jugaba en la infancia perdida con su amiga Isabel, a la que le reprocha después el haberse casado con el alcalde, y tener cinco hijos, y pasearse por el pueblo llevada por un chofer endomingado, y usar anteojos, sólo porque él quisiera seguirla viendo para siempre como era entonces:
«Cuando tenías los ojos dorados
Como pluma de pavo real
Y las faldas manchadas de mango».
Ese olor de mango maduro que recorre estos versos alivia la persistente tendencia a la tristeza y la desolación de un hombre que vacila sin cesar entre un futuro en el que no acaba de creer y un pasado que lo invita siempre a la nostalgia y a la deploración de lo perdido. Siempre que pienso en Raúl Gómez Jattin se me aparece la imagen de un hombre que se mece sin fin en su hamaca dejando pasar las horas, mientras fuma y habla y fuma. Tal vez influya en esa imagen el recuerdo de los documentales que hicieron Roberto Triana y Bibiana Vélez, su ángel guardián, pero bien podría ser que su causa principal se encuentre en la poesía misma de Raúl y en su estilo vital, hecho de fugas y retornos, de impulsos y retrocesos, de ansias de idealidad y caídas en la embriaguez inevitable de una carne que no sabe negarse al placer ni al dolor. A ese movimiento pendular que va hacia el anhelo y regresa a la memoria corresponden muchos de sus poemas:
«Hay una tarde varada frente a un río
y entre los dos un niño canta
vaiviniéndose en su mecedora de bejuco».
Frente a ese río, el río de su infancia, está Raúl cantando. El sol es como un fantástico fruto o como la promesa de una salamandra luminosa. Todo en la naturaleza parece capaz de dolor y de vida:
«El huevo dorado del sol anida entre los mangos de la ribera
El río es un gusano de cristal irisado
El viento despliega unas alas de nubes malva».
Y Raúl se retrata a sí mismo como alguien detenido en la infancia, que es el país de la canción, alguien que se mece sin fin:
«Es una tarde enclavada en el recodo de un tiempo
que va y viene en la mecedora
y la tarde es como el niño que la mira
está hecha de recuerdos y deseos».
Y es de esa tensión entre lo que aún no llega y lo que ya se ha perdido de donde brota el poema, al que Raúl compara con una forma orgánica perdurable donde estuvo la vida y donde resuena todavía la inmensidad:
«El cuerpo de esa tarde
es un fluido tenso entre el pasado y el futuro
que en ciertos lugares de mi angustia
se coagula como una caracola instantánea».
Una de las obsesiones de Raúl Gómez Jattin es su propio retrato. Cada vez que lo emprende no puede dejar de poner en él, como paisaje de fondo, sus llanuras sinuanas, los frutos, los animales, el calor de su tierra:
«Soy un dios en mi pueblo y mi valle».
Un dios caído, también; un dios vencido, a veces. Pero un dios cortés al modo de Buda o de Whitman, un dios tan rico que va por los caminos prescindiendo de hogar en estos tiempos donde ser es atrincherarse en las cosas. Un dios que no lo es porque lo adoren sino porque adora. En ese poema, El dios que adora, se diría que Raúl expone el asunto de su religión personal. Lo vemos como una suerte de monje oriental o de cínico griego, un extraño discípulo de Diógenes, prescindiendo de todo salvo de su voz de trueno que a la vez canta y vocifera. Es capaz de sonreír y de mendigar, sin dejar de ser altivo y dominante:
«Porque vigilo al cielo con ojos de gavilán
Y lo nombro en mis versos».
Es dueño de una vigorosa personalidad, de una individualidad poderosa que quiere bastarse, que le permite a la vez apartarse de las costumbres de los otros, entregarse a las llamas de su delirio e incluso destruirse a sí mismo:
«Porque no soy bueno de una manera conocida».
Esa personalidad indomable hizo que se entregara a un destino absolutamente individual, sin preguntarle a nadie cómo había que vivir, qué era lo aceptado, qué era lo aceptable, e hizo también que se sintiera capaz de imponer condiciones a los otros. Sólo parece dispuesto a admitir a quienes lo admitan como es. Su destino es heroico, aunque los otros quieran verlo como un simple error, como un extravío. Porque él no está simplemente visitando los extremos, sondeando las aguas oscuras, sino trayendo de ellas, para compartirla con nosotros, su música. Así, nos dice:
«Porque sobre todo
respeto sólo al que lo hace conmigo
Al que trabaja cada día un pan amargo y solitario y disputado
como estos versos míos que le robo a la muerte».
Sin embargo este ser irreductible, que no se pliega a las convenciones, está siempre dispuesto a hacer también el retrato de los otros. Fue un gran enamorado y un gran amigo, aunque gradualmente el fuego de esa sensibilidad exacerbada y estimulada que iba calcinando su ser fue cerrando las puertas de su comunicación con los demás.
Decía Chesterton que hay poetas que saben encontrar poesía en la aristocracia, que hay poetas mejores que pueden encontrar poesía hasta en los arrabales y en las multitudes, pero que hay poetas tan grandes que son capaces de encontrar poesía incluso en su propia familia. Raúl Gómez Jattin es un poeta de esa estirpe, que no necesita buscar en lo excepcional sus poemas, y que nos ha dejado en el retrato de su madre una de las páginas más nítidas y más conmovedoras de nuestra poesía. También ese poema se mueve pendularmente entre la noche intemporal de su estirpe, un pasado casi inalcanzable, y el porvenir inacabable. Entre el tiempo en que Raúl no estaba todavía en el mundo y el tiempo en que Raúl no estará ya, y será sólo un recuerdo en la única memoria posible, en el verso. Una vez más el poema nace de esa tensión extrema entre lo que fue y lo que será. El poeta quiere alcanzar lo imposible. Ver a su madre como era antes de nacer él, ver a su madre grávida de él, verla en la plenitud de su vida, embelleciéndose para él, y perfilándose sobre el paisaje de su mundo y bajo el rumor de las constelaciones:
«Más allá de la noche que titila en la infancia
Más allá incluso de mi primer recuerdo
Está Lola -mi madre- frente a un escaparate
empolvándose el rostro y arreglándose el pelo».
En ese ejercicio mágico el poeta quiere de algún modo desaparecer de su propia conciencia, ya que está asistiendo a un momento en el que él mismo no podía existir más que como posibilidad:
«No sabe que en su vientre me oculto para cuando
Necesite su fuerte vida la fuerza de la mía».
Pero el poeta no ignora que esa alta concentración es una ilusión. Por mucho que se esfuerce en su vaivén vital por alcanzar esa edad anterior, esa edad de plenitud, por ver a su madre fuerte y viva y bella, él sabe muy bien que ella ha muerto, y por eso en la mitad del poema lo invade el llanto:
«Más allá de estas lágrimas que corren por mi cara
de su dolor inmenso como una puñalada
está Lola -la muerta-».
Esa evidencia, e incluso ese llanto, le permitirán sin embargo terminar el retrato, no el retrato inmóvil del pintor, sino el retrato viviente del poema, para el cual son necesarios el movimiento, la inmensidad del espacio, la realidad del mundo exterior influyendo en la imagen central, y los propios rasgos psicológicos del personaje, una suerte de negligente delicia en el cuidado de sí misma:
«Está Lola -la muerta- aún vibrante y viva
sentada en un balcón mirando los luceros
cuando la brisa de la ciénaga le desarregla
el pelo y ella se lo vuelve a peinar
con algo de pereza y placer concertados».
Hay otros países en su poesía, y el más importante de todos es ese fabuloso país perdido del que llegaron sus mayores y al que él no puede dejar de asociar con el costado femenino de su ser. También Raúl, como el poeta Giovanni Quessep, entona en nombre de todos nosotros, aun de los propios nativos del continente, el interminable Canto del extranjero, el sello más hondo de la poesía de América. Así como Giovanni construye sus poemas con esas álgebras de la nostalgia, con ese rigor estelar de una evocación pura, Raúl encuentra en sus mayores la chispa de su amor por la belleza y la fuente de su sentimiento de extravío. Detrás de la plenitud olorosa a mango maduro de su tierra y su río, que podría hacer de él un hombre satisfecho de su destino pero también un poco limitado por un horizonte de ceibas y garzas, está:
«esa abuela ensoñada venida de Constantinopla
esa mujer malvada que me esquilmaba el pan
ese monstruo mitológico con un vientre crecido
como una calabaza gigante».
Tal vez sea su abuela, pero sin duda es algo más que su abuela, es algo que se parece al sueño, la penuria de la fuga, la escasez que viven los emigrantes, la monstruosa mitología de los largos exilios, la fertilidad de las razas modificada y esparcida por el mundo, vivida o recordada, presente en el lenguaje, en las nostalgias, en la incomodidad de quien no acaba de adaptarse a un mundo siempre cambiante, siempre inestable, un mundo del que los inmigrantes saben que es pleno pero inseguro, patria que siempre se puede volver a perder. Cómo sabremos si no es esa condición de eterna incertidumbre lo que torturaba al poeta en su remota infancia, y lo que le hace decir de su abuela:
«Yo la odié en mi niñez.»
Ya en el poema todo es lenguaje, y gracias al lenguaje del nieto nostálgico la abuela informe se va humanizando:
«Vuelve con sus cicatrices en el alma
de fugada de un harem
con sus «mierda» en árabe y en español
con su soledad en esos dos idiomas
y se convierte en la imagen pura de la belleza, en la estrella de una
patria perdida y ese vago destello en su espalda
de alta espiga de Siria».
Esa manera enfática de vivir de Raúl Gómez Jattin, esa pasión, es algo cuyo origen él mismo nos ha identificado. Este hijo de las llanuras sinuanas lleva en su corazón el fuego de unas montañas remotas. A su madre le dice en otro poema:
«En ti circula un fuego ebrio de las montañas del Líbano
En mí vapores densos de tu delirio nublan mi mediocre razón
española».
Y es así como comprendemos ese continuo oscilar entre el presente y sus promesas, y el pasado y sus paraísos. El país de Raúl Gómez Jattin es ese país ondulante del niño fascinado por un presente maduro y tentador pero continuamente llamado hacia atrás por la evocación de un país mítico. Por eso se mece sin fin entre la pasión del deseo incesante y la prisión de un jardín de fábulas que está en su infancia y más allá de su infancia, un jardín del que su abuela y su madre son los símbolos vivientes. De esa tensión brota su angustia, y también brota su poesía. Esa madre es a la vez la memoria y el duelo, el amor oscuro y la luz del sufrimiento, la evocación y el fuego del lenguaje. Por eso puede decirle finalmente, en la estrofa con la que comienza su poema Un fuego ebrio de las montañas del Líbano:
«Yo te sé de memoria Dama enlutada
Señora de mi noche
Verdugo de mi día
En ti están las fuentes de mi melancolía
Y del fervor de estos versos».
William Ospina