Raúl del Cristi Gómez Jattin nació en Cartagena el 31 de mayo de 1945, pero vivió su infancia en Cereté, en el valle del Río Sinú. Llegó a Bogotá en 1966 para estudiar Derecho en la Universidad Externado de Colombia. Eran años de movimientos estudiantiles, de teatro progresista y de atracción por la guerrilla. Mientras otros estudiantes amigos se iban al monte, Raúl vivía dedicado en cuerpo y alma a dar vida al grupo de teatro de la facultad, a montar obras de Eurípides, Aristófanes, Ibsen, Lorca y a viajar por el país con su grupo de actores. En sus ratos libres escribía poesía. No llegó a terminar la carrera, pero la Universidad le dio el título honorífico de Doctor en
Derecho en reconocimiento a su trabajo por el teatro. De todos modos nunca ejerció como abogado.
Los amigos de entonces y de luego lo recuerdan como un gigantón de casi dos metros, despeinado y a menudo descalzo, vehemente, que caminaba resoplando por sus apartamentos bogotanos como un león encerrado, amoroso y tierno, entrañable como un niño grande y capaz a la vez de inmensos estallidos de cólera durante los que le daba por desnudarse, por arrojar por la ventana lo que se le ponía a mano, por quemar cosas, por gritar e insultar. Se acostumbraron a quererlo así, con esa locura intermitente que arrastraba desde niño y que habría de convertir su vida en un trasiego por cárceles y hospitales Iba camino de ser uno de los grandes dramaturgos colombianos. Pero no aguantó el fracaso de uno de sus montajes en el Festival de Teatro de Manizales y en 1971 se devolvió finalmente a Cereté, a vivir de nuevo en la calle Cartagenita de su infancia. Montó todavía una última pieza, Las muñecas que hace Juana no tienen ojos, basada en un cuento de otro costeño genial, Álvaro Cepeda Samudio, y abandonó finalmente el teatro para dedicarse a deambular, a tenderse en la hamaca y a escribir poesía.
Uno de sus amigos, Juan Manuel Ponce, le publicó en 1980 su primer libro, Poemas. Una edición de 500 ejemplares que repartió entre los demás. Están ahí ya los temas recurrentes de su poesía, su tierra, su familia, los amigos, los amantes, las aventuras de iniciación sexual. Pero sobre todo el gran protagonista, el único en definitiva, de su obra, él mismo, Raúl Gómez Jattin.
De sí mismo y de su tierra están también repletos sus tres siguientes libros, los que componen el Tríptico ceretano (1988), la cumbre de su obra: Retratos (1980-1986), Amanecer en el valle del Sinú (1983-86) y Del Amor (1982-87). Sus poemas son de una sinceridad amarga y cruda que no huye, que se regocija incluso, en los temas más escabrosos: las drogas, el sexo transgresor, la locura.
Huyendo, de nuevo, de un Cereté que ya no aguantaba sus desvaríos, acabó volviéndose en 1989 a Cartagena, a rondar sus calles y sus murallas. Esas calles y esas murallas que como nadie había descrito el “Tuerto” Luis Carlos López, ese gran poeta cartagenero al que Raúl tantísimo admiraba.
Su vida en Cartagena es la de la persona en declive, la del desquilibrado, el diario de un poeta seriamente enfermo. Un continuo entrar y salir de la cárcel de San Diego y del hospital psiquiátrico de San Pablo. Ahí escribió los poemas de su último libro, Esplendor de la mariposa, una breve colección de poemas agrios y mediocres publicada en 1995.
Hasta que un día, cuando la cosa ya no daba para más, sus amigos cartageneros lo convencieron para que fuera a Cuba a hacerse una cura de desintoxicación. Estuvo unos meses internado en un hospital en La Habana, a principios del 95. Volvió renovado, con dientes nuevos y aspecto saludable; y, sobre todo, con unas ganas enormes de terminar de curarse, de dejar las drogas, de poder viajar y dedicarse a su poesía. Durante esos meses, en La Habana y luego de vuelta en Cartagena, se metió de lleno a preparar la edición de la antología que iba a publicarle la editorial Norma. Repasó su obra, la corrigió, excluyó poemas demasiado comprometedores (“Ay de sus intimidades más sagradas”) y eliminó versos. La salida del libro finalmente lo exaltó y lo llenó de júbilo.
Finalmente, el 22 de mayo del 97, apareció muerto en la calle con un fuerte golpe en la cabeza. La prensa publicó que se había suicidado tirándose contra una buseta y así ha quedado para la historia. Sus amigos sin embargo no lo creen. Aseguran que la noche antes estaba bien, “se encontró con un amigo en muy buenos términos y no había en él angustia, desesperación o depresión profunda para llevarlo al suicidio”. Nadie, además, vio la buseta contra la que dicen que se tiró. Hay quienes no creen siquiera que fuera un accidente y piensan si no habría alguien que quiso librar a la ciudad de su presencia incómoda.
Su cadáver fue conducido a Cereté y recibido por un torrencial aguacero y por un pueblo, que lo quería como uno de los suyos, volcado en la calle