Dame una palabra antigua para ir a Angbala,
con mi atado de ideas sobre la cabeza.
Quiero echarlas a ahogar al agua.
Una palabra que me sirva para volverme negro,
quedarme el día entero debajo de una palma,
y olvidarme de todo a la orilla del agua.
Dame una palabra antigua para volver a Angbala,
la más vieja de todas, la palabra más sabia.
Una que sea tan honda como el pez en el agua.
¡Quiero volver a Angbala!
Alheña y azúmbar
¡Ya no más –por favor– las aburridas descripciones de semillas tropicales!
Gabriel Jaime Franco
La digestión de la pulpa del coco demora cuarenta
días y cuarenta noches.
Ni mucho, ni poco.Al plátano hartón de cáscara roja
le falta un grado para ser veneno. Compadre, no coma coco. Si se ha comido
banano y se toma ron, muerte segura. Nadie comió. Ni yo tampoco.
La pepita de la pitahaya si la comes no la muerdas, si la muerdes no la
tragues; si la tragas, allá tú.
La pepita de la granadilla si la tragas se te embucha. Para que no se te
embuche, mejor que no comas mucha.
La pepita de la granada no es como la de la granadilla. La pepita de la
guayaba no es como la de la granada. Y la pepita de la papaya no es como
la de la guayaba. Es como la de la papayuela, pero más dulce.
Si es más dulce es más sabrosa, si es más sabrosa es
más cara. Para que no sea más cara no compre papaya ni compre
nada.
La pepita de la guanábana es como la de la chirimoya. Y ambas son
como la de la calabaza. Cuando a uno le dan calabazas no le dan chirimoya
ni le dan papaya.
Las pepitas de la guama se usan para hacer zarcillos, quiero decir que se
utilizan como pendientes, o mejor dicho lo que quiero decir es que los chicos
se las cuelgan de las orejas.
Trae el corozo una nuez, trae la nuez una almendra, pero la almendra de
la nuez no es como la nuez del corozo. Si no se entiende que no se entienda.
La ciruela se lava, pero no se pela; el madroño se pela, pero no
se lava. Para saber si una fruta se lava o se pela hay que consultar el
diccionario. El diccionario tiene la palabra. Pero si no la tiene será
que le falta una página.
La pulpa de la algarroba se ataruga y se atraganta. Si tomas agua se forma
una pasta y se te pega en la garganta. Con la garganta atragantada tratas
de ver si resuellas o si no resuellas nada. Si no resuellas mortus est.
El hicaco es una fruta especial para diabéticos: no tiene azúcar,
ni tiene harina, ni tiene hicaco ni nada.
El que come patilla oxidada seguro estira la pata. Para no correr el riesgo
es mejor comer sandía. La sandía es una fruta sandia.
El tamarindo es la fruta que más me gusta porque es de negros y de
tierra caliente. Qué sería de los blancos cuando van a tierra
caliente si los negros no les sirvieran refrescos de tamarindo. Con el sabor
áspero del tamarindo se forman bolas ácidas recubiertas de
azúcar que sirven para vender en las calles de Cartagena, y se hace
una miel espesa de tamarindo para lamer sobre hojas de plátano. También
se hacen sorbetes para el arzobispo, y además el árbol de
tamarindo produce una sombra verde y fresca para construir un banquito y
sentarse alrededor del tronco. El tamarindo es un tronco de árbol
copudo completamente lleno de tamarindos. Sólo los negros lo pueden
coger porque no es fruta de blancos. Si los blancos tuvieran tamarindo entonces
los negros serían blancos. Pero no puede ser.
Hay muchas frutas que son de negros. Dios les dio a los negros la tierra
caliente y las frutas porque Dios tiene predilección por los negros,
eso es evidente. A los blancos los puso en tierras frías para que
se resfríen, pero ellos inventaron la aspirina y las cobijas de lana.
El níspero y el mamey son frutas de negros. Y el zapote también.
Pero lo que pasa es que a los blancos siempre les ha gustado comerse la
comida de los negros. Y la música de los negros. Y los bailes de
los negros. Y las negras de los negros.
Sigamos: mi negra se emperejila, se emperespeja, se aliña,
Con alhucema y albahaca, con cidrón y toronjil,
Con lavanda, con canela, con loción y con anís.
Mi negra tiene un meneo que no cabe por la calle,
Mueve el tacón y la punta del zapato y ese baile
Derrama tantas fragancias que no caben en el aire.
Mi negra es alta y esbelta, muy lucida y bien plantada,
Su cuello es tan largo que anda su cabeza por el aire.
El donaire de mi negra no cabe en ninguna parte.
Mi negra tiene ojos blancos, dientes blancos, calzones blancos,
Calzones en diminutivo, calzoncitos, prendas íntimas…
Yo no sé qué tienen de íntimas si las anda mostrando
por todos lados.
Cuando mi negra se desnuda queda completamente desnuda,
No como las blancas que aunque se desnuden siempre tienen algo que las cubre,
aunque sea un concepto. Mi negra no tiene conceptos, ella nació y
se crió desnuda, y por lo tanto no se puede vestir completamente
porque mientras más se viste más desnuda queda.
Mi negra se aceita el codo, se pule el pelo, acicala,
Se emperimbomba, se tiñe, se sahúma, se apercala,
Se va de rumba y regresa cuando está la noche alta.
Yo no sufro por mi negra. ¡Cómo me alegra mirarla!
Mi negra camina en versos de cuatro o cinco tonadas,
Su habla es un canto largo, con las palabras cortadas.
Mi negra es dulce por fuera. Por dentro yo no sé nada.
Por dentro mi negra tiene alguna cosa guardada.
Agüita de manzanilla,
Tisana de ron y eneldo,
La raíz del limoncillo
Y un manojito de espliego.
El aire huele a linaza
Con astillas de canela.
Con alheña y con azúmbar
Viene pintada mi negra.
Pintada no es la palabra,
Viene más azul que negra,
Como esculpida en el aire
Durísimo de la piedra!
Circo
Para Victoria Helena Santos Borzacchini
Los camellos de Arabia Saudita, como reyes destronados, con sus jorobas
llenas de oro, saltan con dignidad y con indiferencia un bambú atravesado
a baja altura sobre la pista principal.
En la pista lateral los elefantes hacen maromas en un solo pie, barritan
para agradecer los aplausos, un niño llora. No debieran traer niños
al circo.
Diez tigres de Bengala se arrodillan a los pies del domador, el domador
los grita, los irrespeta, hasta le metió el pie a uno en la boca.
El domador no sabe lo que es un tigre de Bengala.
Siete leones desmelenados hacen su aparición de fantasía en
la pista del centro. A la izquierda, los trapecistas con sus gritos y sus
luces, a la derecha acróbatas y malabaristas, nos distraen afanosamente
para que no veamos cuántos domadores se comen los siete leones en
cinco minutos.
El payaso tragafuegos no se sacia, un montón de antorchas yacen apagadas
a sus pies, está pidiendo otras, que le traigan más, este
payaso se va a tragar todo el fuego del mundo, y se ríe.
El hombre traga-espadas, tan delgado, tan fino como un torero, ¿cuántas
espadas se ha tragado? Tráiganle más espadas, quién
tiene una espada, el capitán presta la suya, pide que se la devuelvan
al final de la función, el hombre traga-espadas no habla, tiene los
ojos muy abiertos, siete empuñaduras le asoman por la boca.
Dos motociclistas completamente locos de ruido se entrecruzan a la velocidad
de cien kilómetros entre una esfera de metal. Cuando salen están
temblorosos y demacrados, un sudor frío les cuelga de la frente;
agradecen al público con una sonrisa de ultratumba. Caen desmayados
sobre un colchón de aplausos.
Dos contorsionistas como dos serpientes se enroscan uno en otro, se reconocen
por el color de sus mallas, una pierna rosada un brazo verde, dónde
están las cabezas, se han tragado uno al otro, tiene que venir el
empresario a desenredarlos, no se puede porque han hecho el nudo gordiano.
El empresario saca su espada.
El triple salto mortal, con su traje blanco y el fajín de lentejuelas,
se balancea en las alturas de la carpa, entre las estrellas pintadas, con
el corazón en suspenso.
Abajo, los payasos están tratando de poner la red, se enredan en
ella, se distraen; finalmente la extienden sobre la otra pista en el mismo
momento en que la muchacha salta y el muchacho salta y todas las personas
abren la boca como pescados en la playa.
Los equilibristas se encuentran en el centro de la cuerda floja, se saludan,
cómo está usted, qué gusto verle, recuerdos por su
casa; con permiso, hasta pronto, buena suerte; y cada uno sigue su camino.
En el último número el hombre bala, en su traje de seda ceñido
de diamantes, se coloca un casco rojo con destellos de plata, se acomoda
en la boca del cañón, el ingeniero dispara y la bala humana
atraviesa la carpa como un cometa.
Cuando la troupe lo rodea para la despedida final, el hombre bala está
desencajado y como ausente, palidece en medio de un esfuerzo desesperado
por sonreír, y entonces nos damos cuenta de que se ha quedado desnudo.
Un mono monta en un perro, el perro monta en un pony, el pony monta en la
cebra, la cebra en dos caballos árabes, los caballos en las jirafas,
las jirafas en los elefantes, los elefantes en la troupe, la troupe en el
empresario, el empresario exhibe todo el circo con carpas y luces que tambalean
sobre sus hombros, el empresario está sudando, se limpia con mi pañuelo,
se ha caído un enano, se descuelga un payaso, el empresario empieza
a caminar lentamente
hacia otro país.
El canto del siglo
A Jorge Barros Martínez
La riqueza no necesita quién la cante, porque ella
se canta a sí misma. Pero estos pobres, ¿qué canto
tienen?
Voy a cantar con los pobres, allá lejos, a la orilla del río,
donde no nos oigan los ricos,
Porque si nos oyen querrán comprar nuestro canto para después
vendérnoslo a nosotros mismos y hacer el negocio del siglo.
Nuestro canto es hermoso y no sólo nos alegra a nosotros, sino que
también podría alegrar a los ricos, si los ricos quisieran
dejar esa pena que los agobia.
No somos avaros de nuestro canto, todo el mundo puede alegrarse con él,
pero el canto no se vende, porque el canto es el surtidor de la garganta.
II
–¡Miren mi úlcera! La tengo desde hace muchos años.
¡Mírenla! Yo no podría vivir sin mi úlcera benefactora.
Ella es la que me da de comer y a la vez ella se come mi pierna, pero es
justo, señores, es justo, la reciprocidad ante todo, y mi úlcera
no me impide cantar, ni arrancarle el sonido a las cuerdas; mi úlcera
es lo único que tengo, me ha sido dada para provocar mi canto, le
canto todo el día mientras caen algunas monedas del cielo, y al final
duermo abrazado con mi dolor, mío, señores, mi dolor, del
cual estoy orgulloso porque hace que os fijéis en mí, huérfano
sin miradas, cantando en un rinconcito del Universo, no estorbo a nadie.
Dios no me ha visto, porque si me hubiera visto, ¿cuánto apostáis
vosotros que me hubiera dado si me hubiese visto?
III
–Este hijo que se me murió, sólo a mí se me murió.
Tenía veintiocho años pero era mi niño, tan juicioso
y trabajador porque yo le enseñé a trabajar, pero se me murió
y eso es lo que vengo a decirles oh caballeros, oh dulces caballeros que
pasan abriendo y cerrando su paraguas sobre mi luto; mi niño se murió
hace diez años pero yo no dejo de cantarle sus arrullos; él
es ahora como una cometa en el aire y en el dedo tengo enredado el hilo
de la canción; oh dulces caballeros estoy viuda de mi hijo, lo tengo
enredado en el dedo.
IV
–A los cinco años mi madre me enseñó a llorar
y me quitó la camisa y me llevó al puente en el centro de
la ciudad para que llorara, y después me llevó al parque para
que llorara los domingos y los otros días de la semana lloraba en
el atrio de la catedral, a la salida de los teatros, en las ferias de ganado
y en las festividades públicas. También lloré en las
afueras del estadio, lloré el jueves y el viernes santos y lloré
en el Corpus Christi. Hasta que la ciudad se cansó de oírme
llorar y de verme crecer sin mi camisa y entonces mi madre decidió
llevarme a la capital y allí estuve varios años sentado llorando
a las puertas de los bancos, en las gradas del Capitolio, en las plazas
de mercado, en las grandes celebraciones, llorando de frío, temblando
de frío, hasta que mi madre recogió todo el dinero que necesitaba,
y no la volví a ver.
Entonces me fui a llorar en los trenes un largo llanto mudo picado de cuchillos.
V
–Todo el día he estado agonizante en medio de la calle, la
calle principal de la ciudad, donde caí por no poder dar otro paso.
Trato de arrastrarme y mis desnudos miembros ruedan por el pavimento, advertidos
apenas por los conductores de autos.
No debiera haber llegado a morir aquí, delante de ustedes, en esta
calle que no es mía, lo comprendo.
Yo les pido mi perdón, oh elegantes caballeros que pasan con la prisa
de sus relojes.
Mañana esta calle volverá a estar limpia como siempre, en
la felicidad de la tarde adornada de árboles y helados.
A veces me atreví a solicitar una limosna, pero lo mejor que conocí
fue la visión de los artísticos helados derritiéndose
en los espejos al destello de los neones, el granizado de limón,
el espumado de menta, la crema de nieve y coco, perfecta en el cristal de
las copas, fresca lengua esquiando en el nevado de frambuesa, los sudorosos
vasos de agua helada, tan altos, tan delgados, de un vidrio tan pulido,
y la conversación como una llovizna sobre las cabezas engalanadas.
Por qué llovía en aquel salón, todos tan jóvenes
y sonrientes debajo de la lluvia. Las novias abrían sus sombrillas
claras y los pianos tocaban para los helados...
VI
–Aquí venimos pagando nuestra promesa, mi hijo y yo. Llegamos
de rodillas, pidiendo el agua y la sal, y estamos a punto de entrar en el
santuario, adonde hemos venido por tu milagro. Cumplimos con nuestra manda,
y ahora esperamos tu milagro; somos acreedores de nuestro derecho, tú
tienes que saberlo, danos tu milagro. Peregrinos hemos venido desde nuestra
rústica vivienda, en la cual habitamos sobre el asombro de los roquedales
húmedos; unas cuantas bestias de pelo nos acompañan, y la
esperanza, siempre la esperanza, no sabemos de qué, pero la esperanza.
Hasta las altas montañas sube el eco y el clamor. Somos pobres, somos
ignorantes, pero escuchamos el eco y el clamor. Cuando la bruma de la mañana
se dispersa, y el horizonte se corona de picos y farallones, en la vasta
desolación de la cordillera sube el eco y el clamor. Sufriendo mil
penalidades hemos venido a tu santuario. Muchas veces el camino desaparecía
bajo nuestros pies, y sin embargo hemos venido porque así nos lo
mandaron nuestros antepasados, para que lo mandásemos a nuestros
descendientes. Hoy más que nunca necesitamos fuerza, sobre todo fuerza
de espíritu, de voluntad, de corazón, fuerza de fuerza.
Necesitamos fuerza para luchar contra nuestros enemigos. Danos fuerza. Ellos
tienen el poder de los armamentos. Danos fuerza para luchar contra los armamentos.
Ellos nos han decretado el juicio final. Danos fuerza para luchar contra
el juicio final. Ellos dicen que tienen la razón y el derecho de
su parte. Danos fuerza para luchar contra la razón y el derecho que
están de su parte. Ellos dicen que tienen la justicia de su parte.
Danos fuerza para luchar contra la justicia que está de su parte.
Ellos dicen que tienen a Dios de su parte. Danos fuerza. Danos fuerza.
El deseo
Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle,
y que nos sentemos en un café a hablar largamente
de las cosas pequeñas de la vida,
a recordar de cuanto tú fuiste soldado,
o de cuando yo era joven y salíamos a recorrer juntos
la ciudad, y en las afueras, sobre la yerba, nos echábamos
a mirar cómo el atardecer nos iba rodeando.
Entonces escuchábamos nuestra sangre cautelosamente
y nos estábamos callados.
Luego emprendíamos el regreso y tú te despedías siempre
en la misma esquina hasta el día siguiente,
con esa despreocupación que uno quisiera tener toda la[vida,
pero que sólo se da en la juventud,
cuando se duerme tranquilo en cualquier parte sin un pan
entre el bolsillo,
y se tienen creencias y confianzas
así en el mundo como en uno mismo.
Y quiero además aún hablarte,
pues tú tienes dieciocho años y podríamos divertirnos
esta
noche con cerveza y música,
y después yo seguir viviendo como si nada...
o asistir a la oficina y trabajar diez o doce horas,
mientras la Muerte me espera en el guardarropa para
ponerme mi abrigo negro a la salida,
yo buscando la puerta de emergencia,
la escalera de incendios que conduce al infierno,
todas las salidas custodiadas por desconocidos.
Pero hoy no podré encontrarte porque tú vives en otra ciudad.
Mientras la tarde transcurre
evocaré el muro en cuyo saliente nos sentábamos
a decir las últimas palabras cada noche
o cuando fuimos a un espectáculo de lucha libre y al salir
[comprendí que te amaba,
y en fin, tantas otras cosas que suceden...
En la luna
Suelen decirme –a manera de crítica– que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo –a manera de crítica– que viven
en Tierra?
Cada uno tiene que vivir en algún astro, a no ser que él mismo
sea un asteroide.
Si ustedes viven en la Tierra y yo vivo en la Luna, quiere decir que somos
vecinos.
Vecinos míos: vuestra Tierra se ve amenazadora allá en lo
alto. ¿Qué nueva guerra estáis tramando?
Prestadme una ramita de culantro para adornar mi sopa. Comeré a vuestro
nombre pero a mi buen provecho.
“FELICITACIONES FELIZ CUMPLEAÑOS STOP RECUERDA CUANTO TE GUSTABA EL CULANTRO CUANDO ESTABAS EN CASA STOP ENRIQUE Y YO TE ECHAMOS MUCHO DE MENOS STOP BENDIGOTE AMALIA”
Aquí en la Luna se vive supremamente bien. Os veo rodar a mi alrededor
en esa bola de tierra que va dando tumbos por el universo sin sentido y
sin seso.
Y yo estoy aquí confortablemente iluminado meciéndome en el
espacio sideral como en una hamaca de oro,
Vuestra pobre Tierra trastabillando en el infinito y pidiendo limosna entre
los astros.
El Señor Jehová viene a hacerme la visita en la Luna nueva,
Y se queda toda la tarde aspirando el incienso que le ofrezco en un potecito,
Porque desde que se jubiló quedó eternamente enviciado con
el humo del incienso.
Las conversaciones del Señor Jehová exceden todo límite
de hermosura,
Y luego se despide majestuosa y cortésmente, porque tiene la piel
tan delicada que no puede dormir sobre el esponjoso polvillo de la Luna.
El Señor Jehová me trajo un pastel de chocolate que quién
sabe de dónde lo tomaría.
Debió haber sido de la Casa Blanca, porque estaba adornado con el
signo U$A.
¡El Señor Jehová hace unas cosas!
Aquí en mi Luna me paso los días cantando,
Los felices días del Universo en el coro de las estrellas.
El Señor Jehová no me cobra el arrendamiento ni me manda la
factura de la luz.
Me dice que está muy disgustado con los que venden el agua, el aire
y la luz en esa Tierra desgraciada –y la señala repetidamente
con el dedo.
Si yo no me hubiera venido a vivir en la Luna ya me habría muerto
en vuestra Tierra inhóspita y cicatera,
A la que el Señor Jehová le tiene tanta lástima como
a un hijo deforme.
Yo no le pregunto nada al Señor Jehová porque Él se
maravillaría de que le preguntase algo.
El Señor Jehová, amablemente, me anuncia su visita con tres
días de anticipación,
Y yo salgo a recibirlo radiante y alborozado.
Cuando lo veo venir, parecido a Walt Whitman, le lanzo gritos jubilosos
para que sepa que lo espero con gusto,
Y cuando llega y me abraza me siento tan contento como un cohete que estalla.
Le he quitado a la Luna las banderillas que le clavaron rusos y norteamericanos,
Y le he puesto un poco de tintura de yodo en las heridas, para que cicatrice.
La Luna es un torito virgen que muge por el cielo; el hocico le huele a
leche de nube.
Yo no voy a permitir que los gringos y los rusos me lo toreen.
La Tierra lleva a la Luna de la mano a dar un paseo por el Universo, la
Luna que es su hija pequeñita.
La Tierra le da de mamar a la Luna, el seno cubierto con sus chales de nubes.
Como dicen que la Luna anda desnuda, yo le pido a mi mujer que se enlune, que se alune, que se deslune, que me enlunice.
Lo que más falta me hace en la Luna son las noches de Luna,
Cuando la Luna perfuma las noches de la Tierra.
La Tierra que adivina el porvenir en la bola de la Luna.
La Tierra que se mira en el espejo de la Luna.
La Luna recubierta con espato de Islandia.
Vecinos míos: el hijo de la Tierra en la Luna se marea,
La Luna se tambalea, se bambolea, se menea.
Yo no puedo sentirme como en mi casa en esta Luna.
Si no mandáis por mí, me arrojaré de cabeza.
Invitación a comer
Hombres sin tierra. Niños sin cuchara.
PABLO NERUDA
Ahora que la fe en el hombre ha desaparecido de los intelectuales,
Y el pesimismo enceguece el pensamiento, las artes, la literatura,
Ahora que el mundo por fin tambalea,
Precisamente en este momento tenemos hambre.
En la antigua China las leyes de la moral se dictaban después de
las cosechas,
A causa de que el soberano no quería ser soberano de nada,
Y pensaba que más valía ser soberano de un pueblo fuerte,
Que ser el triste y pobre soberano de un pueblo arruinado, amenazado por
ávidos enemigos.
Si hombres ambiciosos se adueñan de las tierras, son responsables
por los que mueran a causa de la falta del grano.
Ellos dicen: –No somos responsables porque no existe Dios, y si existiera
estaría de nuestra parte, o al menos no le permitiríamos estar
de parte de ustedes.
Pero son responsables ante la humanidad y ante la historia de la humanidad,
son responsables ante el polvo de la Tierra, ¡nada menos!. Ante su
poquito de polvo, ante sí mismos son responsables, polvo que recibe
la condena de su propia alma, polvo despavorido hasta que la combustión
de los astros purifique lo inmundo en el Universo purificador.
Y el tiempo gira como agua que pasa una esponja sobre la Tierra astral para
brillarla y pulirla y mantenerla habitable, palacio para los hijos de Dios,
siempre perdonados, siempre acudidos, los hermosos hijos de Dios que se
comportan mal como todo hijo de rey entre sus privilegios, y el Gran Padre
condesciende, pero reserva para el final su mano inapelable.
En la paz el sufrimiento. Resultado de un predominio.
Muchos de los nuestros prolongan edades prehistóricas.
No somos contemporáneos de nuestros contemporáneos.
Y desde los centros del poder mundial, calculadas y sutilísimas manipulaciones
nos empujan a su arbitrio.
Envilecen nuestros precios, roban nuestro trabajo, y permanecemos en la
pobreza.
Construimos nuestras viviendas en los lechos secos de los ríos y
cuando regresan las aguas desaparecemos en las aguas.
Nuestras casas construimos al borde de los precipicios, en las faldas de
las montañas, sobre cordilleras de piedra las construimos,
Y el viento y el huracán nos arrojan a los abismos con nuestras bestias
queridas, nuestras compañeras.
Al borde de los caminos construimos nuestras casas, las construimos en las
orillas de los ríos y después flotamos en las grandes crecientes
de invierno con nuestras gallinas y chanchitos.
Sobre cualquier pedacito sobrante de tierra construimos nuestro albergue,
en lo más alto y árido lo construimos y en lo más bajo
y lacustre.
Poco vestido tenemos, poca comida tenemos: con un calzón, con una
saya; con un pescadito y una cebolla; y el agua de coco que es misericordiosa
porque sirve también para los enfermos y los heridos.
En el mar los gigantescos portaaviones acorazados y los submarinos nucleares
ocultos entre los peces.
Juanito pescó un submarino nuclear, una noche que estaba pescando
y se dejaba venir la tormenta.
Se asustó muchísimo y dejó que se fuera, porque los
submarinos son como el pez eléctrico, que no se come.
El niño desnudo que buscaba la cabra encontró una granada
explosiva que no se le había perdido a él,
Y es sobre nuestra condición que se elevan los augustos himnos del
progreso.
El mar y el cielo contra nosotros, artefactos disimulados entre las estrellas
nos espían, y no conocemos más abundancia que la de nuestros
corazones.
La noticia del día es que la gente humana padece hambre, diez mil
años después de haber sido inventada la agricultura.
Como en Hiroshima, como en Vietnam, como en España, como en tantos
otros santos lugares,
Nuestras casas a la deriva sobre la espuma del fuego.
Cinco aviones disparando a razón de 18.000 proyectiles por minuto,
equivalen a 90.000 proyectiles contra nosotros por minuto, y esta es nuestra
primera lección de aritmética,
Pero lo peor es que nosotros mismos somos obligados a pagar los aviones
y los proyectiles y por eso es que tenemos hambre.
Preguntan si esto es poesía de la buena, o de la mala, y el poeta
dice que es de la mala,
De la que dijo Blake que nadie cree que la poesía pueda causar daño
alguno,
De la que dijo Juvenal que la indignación es la inspiración
del poeta: “Facit indignatio versus”.
Mamá negra
Cuando mamá negra hablaba del Chocó
le brillaba la cadena de oro en el pescuezo,
su largo pescuezo para beber agua en las totumas,
para husmear el cielo,
para chuparles la leche a los cocos.
Su pescuezo largo para dar gritos de colores con las guacamayas,
para hablar alto entre las vecinas,
para ahogar la pena,
y para besar a su negro, que era alto hasta el techo.
Su pescuezo flexible para mover la cabeza en los bailes,
para reír en las bodas.
Y para lucir la sombrilla y para lucir el habla.
Mamá negra tenía collares de gargantilla en los baúles,
prendas blancas colgadas detrás del biombo de bambú,
pendientes que se bamboleaban en sus orejas,
y un abanico de plumas de ángel para revolver el aire.
Su negro le traía mucho lujo del puerto cada vez que venían
los barcos,
y la casa estaba llena de tintineantes cortinas de conchas y de abalorios,
y de caracoles para tener las puertas y para tener las ventanas.
Mamá negra consultaba el curandero a propósito del tabardillo,
les prendía velas a los santos porque le gustaba la candela,
tenía una abuela africana de la que nunca nos hablaba,
y tenía una cosa envuelta en un pañuelo,
un muñequito de madera con el que nunca nos dejaba jugar.
Mamá negra se subía la falda hasta más arriba de la
rodilla para pisar el agua,
tenía una cola de sirena dividida en dos pies,
y tenía también un secreto en el corazón,
porque se ponía a bailar cuando oía el tambor del mapalé.
Mamá negra se movía como el mar entre una botella,
de ella no se puede hablar sin conservar el ritmo,
y el taita le miraba los senos como si se los hubiera encontrado en la playa.
Senos como dos caracoles que le rompían la blusa,
como si el sol saliera de ellos,
unos senos más hermosos que las olas del mar.
Mamá negra tenía una falda estrecha para cruzar las piernas,
tenía un canto triste, como alarido de la tierra,
no le picaba el aguardiente en el gaznate,
y, si quería, se podía beber el cielo a pico de estrella.
Mamá negra era un trozo de cosa dura, untada de risa por fuera.
Mi taita dijo que cuando muriera
iba a hacer una canoa con ella.
Memoria de los colores pintados
En el pueblo donde me crié, todas las casas eran blancas, todas las
puertas eran verdes, y los zócalos de siena.
Todas las vacas eran blancas, los gatos eran grises, no había sino
dos colores para los caballos, y todas las mujeres eran amarillas. No había
mujeres negras.
En aquel pueblo lo único de color negro era la sotana del cura y
los zapatos de la gente. (Los gallinazos eran blancos).
Todos los árboles y las plantas eran verdes. Si daban flores rojas,
los habitantes no tenían la culpa del mal gusto de la Naturaleza,
que pone los colores uno junto a otro sin detenerse a considerar su efecto
ante nuestra vista.
Todos los chicos escribían con tinta violeta y se manchaban las manos,
pero yo escribía con tinta verde porque quería ser Pablo Neruda.
En total, no había sino doce colores en todo el pueblo, y cuando
aparecía el arco iris era como si llegaran los gitanos.
Cuando los gitanos llegaron trajeron infinidad de calderos de cobre –cocobre
rosado y cocobre amarillo– y un caballo negro. Como mi tío
tenía aficiones por lo exótico, compró el caballo negro.
El arco iris llegaba una tarde, desplegaba en el cielo todas sus telas de
colores, las mujeres las compraban en un dos por tres, y el arco iris se
iba para Medellín a traer más telas de colores, pero se demoraba
sus buenos ocho días.
Como teníamos tan poquitos colores, no se hablaba sino de colores:
–“Cómpreme, compadre, la yegua blanca. Se la cambio por
ese caballo negro, que le vendieron los gitanos”. Así decía
el paisano, pero sabiendo muy bien lo que le había acontecido al
caballo negro.
Los ladrillos de la iglesia eran de un color que por no saberle el nombre
le decíamos color ladrillo.
Saber el nombre de los colores es muy importante, porque si se pierde algo,
lo primero que hay que declarar ante el juez es el color.
–“Señor juez, se perdió mi gallina”.
–“¿Y de qué color era?”
–“Como una colcha de retazos, así era. Pero ponía
huevos de oro, porque era la gallina de los huevos de oro. Se perdió
en la madrugada. ¿Cree usted que me la robó el Banco de la
República?”
Antes, todas las monedas eran de plata, pero cuando pusieron a un gitano
como gerente del Banco de la República, entonces las monedas pasaron
a ser de cobre.
Mi famosa novia de dientes de perla y labios de rubí, me la robaron
una vez que la llevé a un baile, y qué tal si hubiera ido
con mi amigo, que tiene el corazón de oro.
Hubo una vez en que ese pueblo de los doce colores se vio pintado todo de
un solo color, porque fue obligado pintar todas las casas azules, y los
perros azules, y los gatos azules, y los caballos azules y las vacas azules,
y las personas tenían que ponerse corbatas y pañuelos azules,
y además había que hacer ondear banderas azules por todas
partes. El azul cubrió la Tierra de tal modo que el cielo empalideció.
Historia de un pueblo, y el que olvida es como el que está muerto.
Allí viví, hasta que estuve en edad de salir a buscar vida
y a buscar con quién casarme. Subí por la margen del río
Cauca, pero no quise a una mujer negra, porque de pronto se me desteñía,
como el caballo de mi tío.
Multipoema
1
De cualquier modo que actúes
Siempre estarás suscitando fuerzas contrarias.
Por eso los sabios prefieren los brazos cruzados
Y que Dios haga de las suyas.
2
Lugares había cuyo acceso estaba vedado a los jóvenes.
Los hay ahora en donde los jóvenes no permiten la intromisión
de los viejos.
Protestaban los jóvenes por sentirse excluidos.
Comprenden los viejos y aceptan, no sin cierta saudade, mas con algún
regocijo por su relevo.
Es como si dijesen: “Nosotros ya nos vamos, ¡adiós, adiós!”.
Y agitando el pañuelo: “¡Paciencia, chicos!”.
3
Tuve el tifo exantemático. Esto fue en Niverengo. Y después
tuve la erisipela.
Pero antes había tenido la tosferina y la rociola, en las ácidas
tierras del Cauca,
Donde también padecí la fiebre amarilla y el paludismo, y
me tuvieron que aplicar la raquídea.
Estaba apenas convaleciente cuando me atacaron a un tiempo, por insinuación
de Jehová, la angina de pecho, la sinusitis y una cefalea crónica.
Sufrí poco después la inflamación de la pleura, la
meningitis, la bronconeumonía.
Me hicieron la radiografía, la biopsia, el encefalograma.
Quedé con la hernia inguinal, la hemofilia, la leucemia,
La arteriosclerosis.
Y la vasectomía.
4
Estuve en Anolaima, en Anaime, fui alcalde en Anzá, inspector en
el Nechí,
Estuve con Gabriel en Ambalema, es Sutatausa, en Moniquirá,
Fui de paseo a Majagual, anduve un tiempo por el Vichada, Campoalegre, Vistahermosa,
Coconuco, el Tonusco,
No dejé de ir a Natagaima, Salamina, Cucunubá, Iscuandé,
Visité a Ramiriquí, conocí la Serranía del Perijá,
los llanos de Ayapel, atravesé el Catatumbo,
Me detuve en Charalá, en Armero, en Uribia, en Zapatoca,
Viví un tiempo en La Virginia, en Angelópolis, en Contratación
y en El Difícil,
Tuve amigos en Abriaquí, en Cumaral, en Sandoná, en Ansermanuevo
y en El Cocuy,
Pasé dos veces por Duitama, con Eduardo Mendoza fui a Guateque, y
aunque este no es un poema turístico almorcé viudo de pescado
en La Dorada.
También estuve trabajando en Cajamarca, en Boavita, en Fusagasugá,
en Campo de la Cruz,
Tuve un empleo de escribiente en El Doncello, de secretario en Jamundí,
recolector en Patiobonito, jardinero en Dosquebradas,
En San Onofre tuve una novia, en Sahagún y en María la Baja,
Me embarqué en el Guaviare, fui a salir a Calamar,
Pernocté en Dagua, en Dabeiba y en Dibulla,
Anduve por Saravena, por Simití, Circasia, Piendamó, La Rochela,
por el Ariari, por Mocoa.
Me contabas, la otra noche, que habías estado es Rochester, en Manchester
y en Stuttgart.
5
Practiqué la sinestesia, la ataraxia, la calistenia,
Toleré la falencia, la exacerbación y la asepsia,
Conviví con la sevicia, la astucia, la avaricia, la sandez,
Me aficioné a la gimnasia, el sofisma, la frecuencia y la praxis.
Conocí la fragancia, la adolescencia, la franquicia y la vagancia,
La ofuscación, la picardía, la truculencia y el éxtasis,
Disimulé la retórica, la disnea, la infidelidad, la gramática,
La afasia, la carencia, la sintaxis y la estética.
Deseché la obsolescencia, la ñoñez, la asiduidad, la
destreza,
El paroxismo, la ufanía, la mitomanía, la catalepsia.
Cultivé la estulticia, el frenesí, la catarsis y el adefesio,
La cleptomanía, la anuencia, la falacia y el síndrome.
Y, por supuesto, el furor uterino y la prostitución.
Sarta del río Cauca
Bajábamos –mi caballo y yo– dos veces al año hacia
el río Cauca.
De las altas montañas bajábamos, y al amanecer divisábamos
el río entre piedras negras y palmeras, y era una gran alegría
ver este río.
Viajábamos de noche con la luna de agosto y con las lluvias de enero
en enero,
Pero mi caballo se sabía el camino de memoria o lo inventaba,
El que veía –porque yo no veía nada–.
Yo tenía trece años, mi caballo tenía cinco; éramos
muy jóvenes para andar solos por ahí.
Qué amigazo era mi caballo, más inteligente y más instruido
que yo,
Y sin embargo era yo el que llevaba las riendas del freno,
Sólo por ser el hijo del dueño del caballo, como siempre sucede.
Pero yo le ofrecía pedazos de panela en mi mano, mirándolo
de frente,
Y nunca cometí la torpeza de vaciarle una botella de cerveza en la
testa coronada por sus dos nerviosas orejas.
Yo lo llamaba por su nombre y apellido y él venía a mí con un suave trote amoroso,
Subiendo desde el fondo de la cañada donde la bruma no se levantaba
aún, dormida sobre los pastizales de yaraguá, grises y constelados
de rocío a las seis de la mañana.
Durante el viaje, yo le recitaba a mi caballo todos los poemas de Porfirio
Barba-Jacob, los cuales se esparcían por las desiertas montañas.
No recuerdo ningún comentario de mi caballo acerca de los poemas,
pero si yo dejaba de recitar, él se detenía.
Por supuesto que antes de salir yo había bañado mi caballo,
Lo había tenido conmigo en el patio de atrás de la casa, dándole
de comer dulce caña picada, aguamiel con salvado, bananos partidos,
Y lo había peinado, acariciado, dádole palmadas en las ancas,
Con cepillos de raíz le había alisado el pelo y con un peine
de cacho le había peinado cuidadosamente la crin y la cola,
Y había revisado los aperos: la alfombra roja para el lomo, el freno
limpio, la cincha suave pero firme, la montura adornada con grabados y bollones,
los estribos de cobre labrado, los zamarros de piel, mi sombrero de fieltro.
Mientras no me calara aquel sombrero, el caballo no entendía que
pudiésemos partir.
Mi padre miraba todo muy despacio y muy serio,
Y si no había ninguna falla aprobaba con la cabeza.
Yo sé que ese caballo dejó de existir hace mucho tiempo, y
que yo le sobrevivo injustamente.
Era un caballo de larga crin, llamado don Palomo Jaramillo.
El río Cauca no sabía nada de eso porque venía de muy
lejos, de las tierras llanas,
Tan sereno, tan colmado de grandes peces –entonces–.
El río que había pasado por sus orillas donde negros bebían
en quioscos de palmiche,
Vivían en chozas, trabajaban, no trabajaban, peleaban entre sí
con larguísimas peinillas de acero inoxidable, marca Corneta,
Negros que habían vertido su sangre en el río, su sudor, sus
lágrimas,
Que celebraban el sábado en los puertos, cada puerto con su estación
del ferrocarril y esas botellas verdes de Pilsen para la sed, para las ganas
de beber, para el coraje de pelear.
A la altura de Anzá las turbias aguas del río se cruzaban
en canoa, llevando de la brida a mi caballo para que no se ahogara.
Nadaba pesadamente el caballo, pero tenía mucha resistencia a las
aguas impetuosas.
Mi caballo me vio tomar aguardiente; no dijo nada.
Me llevó borracho a casa, me acarició con el belfo, con el
lado de su cabeza.
Se paraba muy firme, me miraba fijo, me decía –¡Vamos!
Al galope corría con sus crines al viento para darme alegría,
O me llevaba con toda seguridad por los malos caminos, en aquellos inviernos.
Desde que no tengo caballo y me veo obligado a rodar en auto, vivo completamente
extraviado dentro de mi auto.
Los paisajes a cien kilómetros por hora no tienen pies ni cabeza,
y no pueden decir nada porque se marean,
Pero mi caballo sí que sabía de paisajes; era un caballo paisajista,
Un caballo de un solo caballo, pero más majestuoso que el Rolls Royce
de la Reina.
El río más bello del mundo es el primer río, donde
nos bañamos desnudos,
Y los demás son los otros ríos, así como las otras
mujeres, y los otros amigos.
Si el río Magdalena no me dijo nada cuando yo estaba muchacho, ya
para qué me habla; que no me hable.
Yo tuve una larga conversación con el río Cauca y me lo dijo
todo,
Todo lo mismo que hubiera podido decirme el río Magdalena,
Pero el río Cauca me puso la mano en el hombro y me habló
al oído,
Y el río Magdalena no me gusta porque habla a gritos.
Yo fui con mis amigos al río Cauca y lo atravesamos a nado, en Anzá,
en Cangrejo, Tulio Ospina, La Pintada, Cali,
Pero yo no he atravesado a nado ningún río Magdalena.
El río Magdalena me quiere ahogar, quiere hacer olas y taparme, si
me pone un brazo encima me aplasta. Temo mucho del río Magdalena.
Por las orillas del río Cauca me paseaba como un rey en su baraja.
En el puente de Bolombolo me atuve a conversar con gentes que pasaban, con
un amigo, con la noche solitaria.
El puente de Bolombolo desaparecerá bajo las aguas de una presa,
Y con él todas las casas y las grandes bodegas de techo de Zinc.
Sólo el nombre de Bolombolo perdurará en los poemas de León
de Greiff,
Quien tuvo el privilegio de ver nacer el puerto, cuando se construía
el ferrocarril.
El olor de la hulla desapareció con los trenes, sólo quedan
las putas,
Que desaparecerán bajo las aguas de la presa, con los billares patas
arriba, los restaurantes de caliente sopa, y mi revólver de inspector
de policía.
Por el puente de Bolombolo perseguí a un bandido una noche, el bandido
se arrojó al río, hice un disparo al aire para poder ir a
tomar cerveza con el teniente y conversar del asunto.
Agua del río Cauca,
En lindos vasos de cristal te bebo ahora, un poco amarillenta, seguramente
no muy bien purificada.
Si mi caballo te bebiera se moriría de repente.