Contrastes de una vida

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En 1802, cuando Arthur Schopenhauer tenía 14 años, su padre le planteó un dilema: iniciar de inmediato los estudios de humanidades o recorrer Europa con la familia durante dos años y, a la vuelta, seguir en Hamburgo la carrera comercial. Se trataba de elegir entre la felicidad inmediata y la desdicha futura, o la consumación permanente de un llamado. Imprevistamente, Schopenhauer optó por lo segundo, olvidándose de sus éxtasis en las montañas, con el valle en sombras a sus pies, mientras él, en la cumbre, era ya alumbrado por el sol, a distancia de las cosas. Aunque finalmente la muerte de su padre lo liberó del aborrecido comercio, aparece allí un divorcio entre las ideas y la acción. Su madre se instaló luego en Weimar, mudanza que le franqueó al filósofo el acceso al cenáculo olímpico de Goethe, con el que mantuvo decisivas discusiones sobre la teoría de los colores que Safranski reproduce minuciosamente. Por esa época le dijo al poeta Wieland: "La vida es un asunto lamentable; me he propuesto pasar la mía reflexionando sobre este tema".

En una nota de los años treinta, Borges deploraba que en España y en América la imagen popular de Schopenhauer, la lucidez intolerable de su pensamiento, quedaran reducidos a "una cara de mono deteriorado y una antología de malhumores". Claro que desde entonces esa imagen ha cambiado, entre otras cosas gracias a libros como éste de Rüdiger Safranski, que, a pesar de todo, no elude esa mitología. El autor, que organiza cada capítulo en un movimiento que va del dato a la teoría, se pasa un poco de la raya cuando deriva la posición del filósofo ante el sexo como una simple consecuencia de su mala suerte con las mujeres. Pero es penoso seguir sus humillaciones y fracasos amorosos, el modo en que la pasión de los celos lo dominó en su relación con una corista, y aun su lubricidad que no retrocedía ni ante el pánico que le provocaban las enfermedades venéreas. Se llega así a la escena grotesca en la que, poco antes de abandonar Berlín, temeroso del cólera, en 1831, le propone matrimonio a una chica de 17 años, que rechaza no sólo la boda sino, asqueada del viejo, también un racimo de uvas que él le ofrece durante un paseo en barco. Y es penoso advertir el contraste -aquí confirmado con profusa documentación- entre esas conductas y la predicada renuncia al apetito, al placer, única manera de evitar al dolor. Schopenhauer parecía olvidar su regla de convertirse de irrisorio en reidor ante el espectáculo del mundo. En cambio, nunca sabremos qué habrá sentido el filósofo cuando dio con la idea que contiene in nuce toda su filosofía: la revelación de que la "cosa en sí" de Kant es en realidad la "voluntad". El núcleo de su filosofía está contenido en un solo libro, El mundo como voluntad y representación (1818). Allí le otorgó también a la experiencia estética y a la música una importancia que nunca antes se le había conferido en la filosofía.

Pero Schopenhauer le sirve a Safranski para tentar la biografía de una época irrepetible, "los años salvajes de la filosofía", la era de Kant, Schelling, Fichte, Hegel, su rival predilecto, y el primer Marx. Todos ellos opacaron el brillo público de Schopenhauer. La fama llegaría en los últimos años, sobre todo a partir del entusiasmo de algunos discípulos y de la publicación de la vulgata de su pensamiento bajo el título Aforismos de la sabiduría de la vida (última parte del primer volumen de Parerga y Paralipómena), libro que, como observa, implacable, Safranski, podría ser ejemplar del período Biedermeier.

Su soledad multiplicaba las manías. En esos años, la década de 1850, mantuvo la rutina: tres horas de trabajo por la mañana, un rato de flauta (profesaba devoción por la música de Rossini), almuerzos interminables, y finalmente un paseo acompañado por su perrito de aguas. En su casa, imperaba un orden inmodificable (monedas escondidas, papeles disimulados, una estatua de Buda). Safranski se recrea con estas miserias: "Nunca fue un santo ni un asceta, ni se convirtió en el Buda de Frankfurt... Hablaba de manera brillante de la negación, siempre que no afectase a la propia voluntad". De ser así, se trataría de las desventuras vitales de un hombre elegido cuyas ideas resultaron demasia dograndes, inconmensurables, aun para sí mismo.

©Pablo Gianera