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Hernán Toro (centro)
con Richie Ray y Bobby Cruz


Todos de rumba


Hernán Toro

Ignacio Escobar
se intoxica de Salsa

Quizás lo ocurrido la noche de aquel 24 de Diciembre de 1968 quede sin explicación. Un día antes El Pecas, propietario de Metropol,  nos había invitado a presentarnos en el bar al filo de las 9 de la noche. Se trataba de una sorpresa, dijo, eludiendo de entrada las preguntas y no adelantó ninguna otra causa (que nadie creyó) a que quería congraciarse con quienes todo ese año habíamos bebido en su establecimiento. La fecha lo ameritaba. Por algo, tres o cuatro veces por semana llegábamos al Metropol a eso de las 7 y permanecíamos allí hasta las 3 ó 4 de la mañana libando en un delirio sin orillas,  bailando pachanga y salsa con las orquestas del Spanish Harlem que estaban en plena florescencia, o la música de los viejos soneros cubanos, inacabables.

El Metropol era un desván de truhanes con una barra detrás de la cual actuaba un barman, el equipo de sonido y los discos de acetato, con un lavatorio en un rincón y un diminuto retrete para todos los sexos.  Las paredes recubiertas con delgadas tablillas de madera amortiguaban el estruendo del sonido y el cielo del techo retumbaba de azul de metileno.  Era una caverna. Numerosas cubiertas de discos de las orquestas de salsa ilustraban las paredes y sobre el mostrador, dos saxofones de cartón piedra y el rótulo del bar, con una E perdida para siempre, que hacía compañía a un inmenso Che Guevara de Korda. En todo el centro, la pista para bailar.

Abusando de nuestra familiaridad con El Pecas, Tomás Quintero, poeta y viejo habitante de las noches y yo, que para entonces no me quedaba nunca atrás, solicitamos nos permitiera invitar dos amigos. Aceptó con cierta reserva: no quería mucha gente, es algo especial, lo hago por ustedes, porque son mis amigos. Se trataba de Alberto Rodríguez, El Nadaísta de Cartago, y de otro poeta que apenas conocíamos, un tal Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard, [vaya nombrecito], de visita en Cali, aficionado a las corridas de toros y que por esas cosas del destino había ido a parar a casa de Rodríguez, cerca del Teatro Municipal, y cuya “felicidad” nos había encomendado el abatido cantor de ¿Dónde estás Anadiómena triste? Una felicidad que no era cosa distinta a la rumba, el alcohol, la música y la danza de aquellos tiempos de cielos y estrellas de artificio.

A pesar del fastidio que Tomás y yo sentíamos por los bogotanos que bajaban hasta el valle en busca de placeres hispánicos, paseos ecuestres y mulatas de oro y que tampoco terminábamos por entender como un poeta podía llevar a cuestas semejante nombre de pergenio aristocrático, al caer de la tarde de ese 24 de Diciembre nos citamos en Tropicana, el único drive-in del barrio San Fernando, reino que se disputaban a muerte El Joven Marx y el bugueño Alvarado Tenorio, quien vivía a unas cuadras del lugar, en casa de una de las hijas de Ricardo Nieto rodeado de ocho perritas Bichón-Maltes y una portentosa negra que les atendía a ellas y al vate de la Ciudad Señora.  A Rodríguez Cifuentes le conocía desde hacía algún tiempo, de nuestros encuentros con Umberto Valverde y Ramiro Madrid en una cantina cercana a la Universidad Libre, donde el poeta y dandi homosexual Javier Arias Ramírez suspiraba de amor por los jovencitos y Carlos Mayolo, Hernando Guerrero, Miguel González y una india cotacache se disponían a fundar Ciudad Solar. Alberto sorprendía por su insuperable timidez y ese silencio detrás del cual se amurallaba como si persiguiera peces bajo el agua. Caminaba con Una temporada en el infierno bajo el brazo, vestido con un atuendo que entraba en contradicción flagrante con el verano canicular de la ciudad, chupando de una pipa anacrónica que colgaba apagada de sus labios. El otro, con acento del altiplano, pedante y arrogante, llevaba esos días bajo el brazo una edición bilingüe de los Cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, montevideano.

Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard era la peste. Levitaba con lascivia mirando las muchachas forradas en vaqueros,  se abstraía en el color del café, quedaba lelo viendo los pájaros en las ramas de los árboles. Era evidente que le molestaba el bochorno de Diciembre, apenas mitigado por la brisa que baja de Los Farallones. De vez en cuando sacaba un marcador de páginas de su libro y garrapateaba dos o tres cosas impidiendo ostensiblemente que rastreáramos lo que escribía. El puerto de amarre de la conversación fue Lautréamont. Pero nada exultante, uno que otro poema leído resaltando aciertos y errores de la traducción reseñados por Escobar, que enfatizaba había vivido en Paris, “a comienzos del año, cuando la rebelión de los estudiantes universitarios”, y acaso la constatación de ciertos gustos particulares por la poesía, que en el caso de Tomás era Lorca; de Alberto, Rilke; de Ignacio, Rimbaud y para mi, Vladímir Mayakovski.

Llegamos al bar a eso de las ocho. Habíamos caminado desde Tropicana, calle Quinta arriba y aun cuando no teníamos ganas de hablar, por cortesía intentamos una charla sobre política del momento, pero El Nadaísta de Cartago entró en un momento depresivo y Escobar, con un gesto y una frase de desprecio truncó todo posible desarrollo del tema: “La política es una mierda, ojalá todo explotara de repente” dijo, poniendo más interés en el color de las casas, el diseño de las fachadas, los nombres de los buses, el balanceo de las palmas con el viento. Tomás y yo nos miramos con resignación. En el bar apenas habría cinco personas. Pero El Pecas estaba inquieto, consultaba las horas, salía a la calle, dabas vistazos. No parecía importarle quienes eran nuestros compañeros de noche y se limitó a desearnos una velada. Tomás pidió una botella de ron, coca cola fría, limón y hielo. Mientras tanto Escobar miraba los vasos despuntados, la etiqueta del ron y luego de limpiar los bordes del cristal con su pañuelo, terminó sirviéndose sólo coca cola y hielo. Alberto Rodríguez parecía, en cambio, haber llegado a un paraíso: hacía casi un día no había probado el alcohol y el que fuera gratis era otra buena razón para dedicarse con ahínco a su otra pasión favorita junto con la poesía. La visión de la botella fue un bálsamo fulminante contra la depresión, recuperando esa risita maliciosa que lo hacía tan parecido a Roberto Ledesma. Las trompetas de la Sonora, que cruzaban el aire, parecían incomodar a Escobar, pero, tolerante y comprensivo por primera vez en la noche, aceptó lo que ocurría como una revelación inesperada. Poco a poco los invitados de El Pecas fueron llegando, mientras  cruzábamos saludos de reconocimiento y de complicidad al considerar un privilegio ser parte de tan selecto grupo de bohemios menores de veinticinco años.

De pronto la noche comenzó a marchar con ritmo propio. Alberto emprendió con de Brigard una de esas conversaciones que se sostienen a gritos en la boca de la oreja. Tomás y yo, más del lado de la música, nos dejábamos llevar en el oleaje de las voces o en la melodía, contentos de que El Nadaísta se hiciera cargo del petardo del altiplano. Como un anuncio que la vida iba a depararnos, una y otra vez sonaban  Richie Ray y Bobby Cruz. No había muchas mujeres porque para El Pecas una hembra no podía hacer parte de sus “distinguidos clientes”; pero igual, con las pocas que había, la fiesta había comenzado. Tomás y yo invitamos a bailar a Esmeralda y Ofelia,  y otra, que dijo llamarse Amparo Ramos, sacó a Ignacio casi que manu militari. Escobar Urdaneta de Brigard no sabía bailar: tenía los pies atados a la tierra y si intentaba un pase fulero, todo le salía al revés. ¡Una catástrofe!.

Aun cuando habíamos preguntado a El Pecas cual era la sorpresa de la noche, se negaba a respondernos, pedía paciencia y salía a mirar al filo de la puerta la boca de la noche. De repente hubo un gran desorden en la entrada: unos hombres corpulentos irrumpieron mirando con desconfianza y tras ellos fueron entrando otros, más bien menudos, que nadie reconocía. Que nadie conocía hasta que, increíble, aparecieron dos que enceguecidos por el resplandor reconocimos: Richie Ray y Bobby Cruz, los boricuas cuyas canciones habíamos coreado y bailado hasta el amanecer a lo largo de muchos de esos meses del fin de nuestra adolescencia. Todos nos quedamos absortos. El Pecas, que fungía como maestre-sala, hizo apagar el equipo, ordenó luces altas y con voz entrecortada y al borde de las lágrimas se declaró agradecido porque aceptaran venir a este modesto templo de la música antillana, su casa de hoy en adelante. Los músicos se sentaron en una mesa improvisada para que cupieran todos los invitados de “la isla del encanto”, como llamaba El Pecas a Puerto Rico.

--¿Ala, quiénes son ellos?— preguntó Escobar con cierta repugnancia, dirigiéndome la palabra por primera vez en la noche. Yo lo miré con desprecio, mientras los músicos improvisaban una presentación inesperada y conversaban a gritos con los parroquianos dioses de verdad verdad, pa qué, ah, y vos sos Cándido, no, chico, es Candido, no Cándido, los timbales, y usted Mister Trumpet Man, sí, cómo hace para mantener tan largo ese solo de trompeta, bueno, chico, es una cuestión de técnica, ajá Richie, ¿y vos estudiaste piano en un conservatorio?, y si no cómo tu crees que se puede tocar el piano, te tomás un aguardiente, no, gracias, ¿no hay whisky aquí?, no, sólo ron, ¿y piensan volver a Cali?, mira, chico, apenas estamos llegando por primera vez, déjanos llegar, qué opinan de la Sonora Matancera, ¿de quién?, la Sonora, ah, sí, la Sonora, ¿González? Sí, la trompeta, al lado de Mister Trumpet, ¿quiénes son esos hombres, ala?, la voz se educa, la coloratura, ¿la qué? Fonseca está bien, huye Fonseca, huye Fonseca, ja ja ja, sí, huye Fonseca, Pancho Cristal le llaman, Pancho Cristal le dicen, Bobby, en realidad Roberto pero tú sabes, chico, en Nuevayol si tu eres Roberto eres Bobby, como Ricardo, Richie, pues sí, es verdad, hay que encontrar la forma de ser siempre diferente si no estás en na, Puerto Rico es nuestra vida, sí, aunque vivamos en Nuevayol, naa, no de Colombia naa, apenas vamos a conocerla, ¿quiénes son esos hombres, ala?, vete a la mierda, de Brigard, déjame tranquilo, hasta el primero, de aquí a Nuevayol directo, y de repente, Lalo Borja, que acaba de ingresar al bar, sacó una vieja Miopta que había pertenecido al rumano George Brassäi y en cosa de minutos hubo fotos con todo el mundo, absolutamente inconscientes de que un cosmos paralelo e inesperado se estaba desbordando por una fisura de algo que decimos fue la realidad y no el nirvana.

Richie Ray se sentó entonces en nuestra mesa, preguntó qué hacíamos, poetas, dijimos, no puede ser, a lo mejol you can write some lirics, ¿ah?, ¿y han publicado? algo, sí, bueno, son jóvenes, como nosotlos, y alguien recordó que era hora de partir a la Caseta Panamericana y dijo que por qué no íbamos con ellos, me daría mucho gusto,  poetas no se encuentran todos los días, y en efecto, eso hicimos, y terminamos entrando en el reino del señor pues para los fanáticos del cuerpo y de la danza todos los que íbamos allí éramos dioses de carne y hueso, alabados en las plegarias de los aplausos que dispensaban al paso del cortejo y en las fugaces oraciones declarativas de admiración ilímite.

Por habernos sentado en el área de las orquestas, la gente de la Caseta Panamericana creía que hacíamos parte de la orquesta, nos pedían autógrafos, nos preguntaban los nombres de los instrumentos. Tomás, se divertía con la impostura y ponía tras su firma “Trumpets” y yo, a la mía, “Drums”. Alberto Rodríguez, reservado y saturnino, había comenzado a incomodarse con tanta gente en torno suyo mientras Escobar Urdaneta de Brigard parecía divertirse, aunque, claro, sin llegar a firmar autógrafos. En cierto momento que miró a los músicos trazó con sus labios una leve sonrisa pendular que permaneció cosida a su rostro. “Ustedes saben”, dijo, con un arrobamiento abrupto e incomprensible, “esto, cómo decirlo” (vacilaba, las palabras fallecían antes de asumir la confesión) “en Bogotá, claro, también, con la orquesta de la Jupa, sí, ¿han oído hablar de Nahuel Moreno?, bueno, las fiestas en Bogotá son tan distintas”.

Cuando Cali admira una orquesta de salsa quienes asisten a sus conciertos no bailan, permanecen frente a la tribuna, se canta, hace coro, rechifla, grita, reclaman canciones. Aquella vez no fue excepción. Centenares de adictos a Richie Ray y Bobby Cruz se aglomeraron ante el escenario, como nosotros, incluso Escobar, ya atrapado por el espectáculo, menos El Nadaísta de Cartago, preso de otra repentina depresión que le inducía a buscar afanosamente a su madre y regresar a ella.

Lo que vino después fue inefable. Si la presentación de la orquesta de los newyoricans fue excepcional, gracias además a la campaña que la prensa de las derechas provincianas había desatado contra ellos, denigrando de los salseros en defensa de la [¿?] música colombiana [Sic], la metamorfosis de Escobar Urdaneta de Brigard fue  sorprendente e imprevista.

Tan pronto como El embajador del piano comenzó a demostrar sus habilidades aprehendidas en la Julliard School con una variedad de boogaloo, guaguancó, son montuno, pachanga, charanga, plena, bomba y salsa, donde los virtuosismos del cencerro, la clave, las congas, el cuatro, el güiro, las maracas, la guitarra, el bajo y los timbales hacía que las descargas se transformaran en una suerte de catarsis nunca sentidas. Fue entonces cuando vimos que Ignacio ingresaba en un viaje a un infinito hasta entonces para él desconocido: la gloria que depara a las almas de los pueblos la música verdadera, el gran arte, que como la poesía que había conocido leyendo en Rimbaud, ahora eran cuerpo y alma de la mano de esos músicos que hacía poco para él eran menos que nadie o nada. La potencia de los instrumentos, su capacidad para armonizar con variedad de voces, el brillo incandescente del conjunto, todo debió haber incidido en la súbita mutación de Escobar.

Terminado los fuegos pirotécnicos de la orquesta regresamos a nuestras mesas agobiados por la mística experiencia. De repente nos dimos cuenta que El Nadaísta de Cartago había desaparecido y que Escobar miraba a ninguna parte, colocado en el otro lado de las cosas hasta ese momento cuando, de regreso del túnel infinito de la luz y el placer, nos miró y dijo chirriando las erres:

--Interesante, no, ala, interesante…

Hoy, treinta y cinco años después de su atroz asesinato sabemos que desde esa visita a Cali en aquel Diciembre de 1968, cuando había venido a ver en Cañavelarejo a Paco Camino, a Manuel Benítez y El Viti, al encontrarse con el comentarista de toros Guillermo Rodríguez y este le hablara de los salseros, dio con nosotros, que le llevamos a la Caseta Panamericana, de donde salió tan intoxicado, que al morir, encontraron en su destartalado apartamento de Chapinero una vieja grabadora alemana donde tenía grabados tres mil pies de descargas de aquella música indestructible que supo darnos el más grande alivio para vivir el resto de nuestras vidas.

Hernán Toro

Hernán Toro (Tuluá, 1948) hizo estudios de Letras en la Universidad del Valle, donde estuvo vinculado a la Federación de Estudiantes y fue uno de los editores del periódico cultural Gaceta. En la Sorbona y Paris VIII se especializó, con Saúl Yurkievich en literatura y en la Escuela de Altos Estudios en Teoría del Discurso, con Eliseo Verón. Director de las revistas universitarias Entreartes y Nexus, fue Decano de la Facultad de Artes Integradas. Es Profesor Titular de la Escuela de Comunicación Social de su universidad. Ha publicado los libros de cuentos Ajuste de cuentas (1986), A velas abiertas (1990), Las horas cantadas (2003) y Ceremonias privadas (2007).