[…] Según las encuestas, Hillary Clinton ganaría la nominación demócrata a Barack Obama por 37% a 23%, pero todavía queda mucho pan por rebanar. El factor decisivo puede ser el voto negativo, que es despiadado contra la senadora --la mitad de los electores votaría por cualquiera para impedir que ella ganara-- en tanto que la hostilidad del electorado contra el senador es muy reducida y se concentra sobre todo en minorías racistas, en tanto que su radio de simpatía o no antipatía (no es lo mismo) abarca por igual amplios sectores de blancos, negros e hispanos. Todas las encuestas señalan, por ejemplo, que del 12% de votantes que respaldan a John Edwards la gran mayoría apoyaría a Obama si su candidato abandona la partida. Yo, personalmente, creo que sería muy bueno para el Partido Demócrata tener al senador como su candidato y todavía mejor para Estados Unidos si este ganara los comicios presidenciales.
La razón mayor que se esgrime en contra de su elección es su falta de experiencia ejecutiva en cuestiones de gobierno. La tenía todavía menos que él John Kennedy cuando fue elegido y en su breve gestión resultó un magnífico estadista que inyectó a la sociedad estadounidense un formidable dinamismo y un contagioso idealismo a toda la generación joven. Y eso es lo que necesita a gritos Estados Unidos después de este período de mediocridad, confrontación y desgarramiento: un líder nuevo, no contaminado con la politiquería menuda, que, trascendiendo la mera coyuntura, hable con un lenguaje genuino y persuasivo de los grandes problemas y sea capaz de transmitir un mensaje de esperanza, de confianza en el sistema y en el futuro, de solidaridad con los que sobrellevan la peor parte de la sociedad de la abundancia, y que toque por igual a los estadounidenses de todas las razas, culturas y estratos económicos. Creo que ningún otro candidato, ni demócrata ni republicano, es capaz de semejante empresa, con la sola excepción de Barack Obama.
Las credenciales de este y de su esposa Michelle no pueden ser mejores. Hijo de un inmigrante negro africano y de una mujer blanca de Kansas, Obama se educó en Hawái y pasó una temporada larga en Indonesia, donde vivió la experiencia de un país subdesarrollado y musulmán. Gracias a sus méritos consiguió llegar a la universidad más prestigiosa del mundo, Harvard, donde fue un alumno estrella de la Law School cuya revista dirigió (por elección de toda la escuela, donde tanto los estudiantes blancos como los de color lo apoyaron). Michelle, por su parte, nacida en una familia modesta de Illinois, consiguió también gracias a sus sobresalientes estudios ser aceptada en Princeton y en Harvard, donde se graduó con honores. Ambos se conocieron haciendo trabajo social en las comunidades marginales de Chicago, de modo que, antes de que Barack Obama iniciara su carrera propiamente política, postulando a una representación local, ya llevaban ambos varios años de trabajo comunitario, inmersos en los sectores más violentos, pobres y desesperanzados de la sociedad estadounidense.
Obama no es un político al uso, sino una personalidad singular, excepcionalmente franca y persuasiva, que evita los estereotipos y las banalidades y no vacila en ir contra la corriente en defensa de sus convicciones. Su discurso frente a la comunidad negra, sobre todo, es tan riesgoso como principista: nada de victimismos ni lloriqueos, con todas sus limitaciones el sistema es suficientemente flexible y abierto como para vencer el infortunio, progresar y alcanzar unos niveles de vida decentes. Los negros no deben perder el tiempo lamentándose por los horrores del pasado, sino remangarse las camisas y ponerse manos a la obra para erradicar los males del presente, al igual que los hispanos, los demás inmigrantes y las decenas de decenas de americanos blancos que padecen escasez, abusos o viven por debajo de sus anhelos. El "sueño americano" no es un eslogan, sino una realidad que puede sufrir recesos momentáneos, como el actual, pero puede volver a funcionar como un marco de justicia y libertad para todos si los ciudadanos invierten en ello mucho trabajo e ilusión y los gobernantes dictan leyes justas y saben hacerlas respetar. Los términos claves de su discurso son reconciliación, solidaridad, abrir más y más oportunidades para todos y emprender una lucha implacable contra la corrupción, los favoritismos, el privilegio y el abuso.
El senador Obama estuvo desde un principio contra la intervención armada en Iraq, algo que es una credencial ante los votantes de izquierda, pero, sin embargo, sobre este delicado asunto se muestra ahora sumamente pragmático y prudente, pues, en vez de exigir un retiro inmediato e incondicional de las fuerzas militares estadounidenses, propone una salida gradual y correlativa a la cesión de responsabilidades a las autoridades y fuerzas militares iraquíes, a fin de evitar el caos y, sobre todo, el aniquilamiento por los fanáticos de distintos pelajes de ese amplio sector de la sociedad iraquí que apostó por la democratización y se ha visto destrozado a mansalva por los extremistas sunitas, chiitas y las distintas sectas y grupúsculos terroristas.
La buena salud del sistema político estadounidense consiste en haber hecho realidad aquello que Karl Popper sostenía era el ideal de una democracia: una institucionalidad que impidiera a los gobiernos hacer mucho daño. Estados Unidos ha tenido algunos malos presidentes, cuyos desafueros dejaron dramáticas secuelas en los ámbitos económicos, sociales y morales. Pero estas consecuencias hubieran podido ser infinitamente peores si el sistema de contrapesos, balances y, sobre todo, la descentralización del poder, de sus instituciones, no hubiera servido de freno y corrección de aquellos errores. Por eso, pese a todo lo malo que se le pueda achacar --y vaya si hay un país sobre la tierra que es sometido a un escrutinio sesgado y feroz por la miríada de enemigos con que cuenta-- cada vez ha conseguido rehacerse a sí mismo desde sus raíces. Por eso sigue siendo tan próspero, libre y poderoso.
Aunque no gane la nominación demócrata y por lo tanto quede fuera de la carrera presidencial, Barack Obama ha conseguido ya un logro impresionante: volatilizar aquel prejuicio según el cual pasarían muchas generaciones antes de que un negro pudiera ser elegido presidente de Estados Unidos. El interesante informe que presenta esta semana la revista "Newsweek" al respecto es concluyente. Una encuesta nacional llevada a cabo por la "Newsweek Poll", da estos sorprendentes resultados: un 92% de las personas consultadas declaran que ellas sí votarían por un negro para la presidencia y un 59% cree que el conjunto de la sociedad sí está preparada para aceptar un mandatario de color. El mensaje interracial que ha sostenido el senador Obama desde el inicio de su campaña no puede haber dado mejores frutos: pese a haber un candidato de color, la raza no va a ser un factor decisivo a la hora de votar para los ciudadanos estadounidenses en esta elección.
A diferencia de lo que ocurre en otras partes, como América Latina, donde en cada consulta electoral es el sistema mismo el que se pone a prueba, en Estados Unidos, una sociedad con una capacidad autocrítica pugnaz e ilimitada, la confianza en el sistema está sin embargo profundamente arraigada en la inmensa mayoría de la colectividad y quienes lo cuestionan y quisieran erradicarlo han sido siempre minorías insignificantes, sin la menor gravitación electoral, de existencia efímera. Por eso, aunque ha padecido crisis profundas, como el crash del 29 o la era de McCarthy y la caza de brujas, Estados Unidos no ha tenido nunca dictadores y su democracia se ha autorregenerado cada vez, con ayuda de líderes sanos, idealistas e incorruptibles. Ya era hora de que una de estas figuras renovadoras de la democracia americana fuera un joven de piel oscura, salido de uno de esos bolsones sociales deprimidos y conflictivos de la sociedad, al que el sistema permitió, pese a sus taras, superar la adversidad, salir adelante y dedicar su vida a luchar para que otros millones de norteamericanos desfavorecidos pudieran seguir su ejemplo.