Pequeño infierno inmobiliario

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Uno puede imaginar el infierno como un lugar poblado de gente que a pesar de su humana apariencia actúa irracionalmente; es decir, que impide la acción.
La sensación predominante en ese lugar es la impotencia y, por supuesto, su efecto es que todo siempre está dañado y que nada se produce ni se desarrolla ni cambia ni avanza ni resulta. Y si uno quiere imaginar un infierno peor que infernal (es decir, sin el componente de justicia que nos hace aceptar la posibilidad de la existencia del infierno) se lo puede imaginar como un lugar en donde el condenado es juzgado constantemente —y por aquellos seres que se niegan a usar la razón— no por lo que hizo sino por lo que podría hacer, por lo que podría haber hecho o por lo que es imaginable que otros habrían podido o quisieran hacer en su lugar.
 Quien quiera alquilar una vivienda en Bogotá tiene la oportunidad de experimentar un infierno así de subjuntivo. Para demostrar que no es culpable de una fechoría futura debe llenar por triplicado una solicitud para una empresa aseguradora, en donde debe incluir cuatro referencias, dos familiares y dos no familiares, y responder a la enigmática pregunta: “¿Conoce usted a alguien reconocido públicamente?”. Aunque tenga trabajo y salario, debe presentar dos codeudores, quienes a su vez deben llenar otro formulario por triplicado e incluir sus cuatro referencias respectivas. Todos tienen que presentar fotocopias del documento de identidad, del certificado de la oficina de Instrumentos Públicos, extractos bancarios, certificados de ingresos, declaraciones de renta. En caso de que el solicitante o uno de los codeudores no tenga la cédula de ciudadanía sino la contraseña expedida por la Registraduría Nacional, debe adjuntar una copia del pasaporte y/o de la libreta militar. En caso de que no tenga pasaporte porque no ha salido del país ni libreta militar por ser mujer, el cliente no podrá alquilar el apartamento, aunque la ley haya dispuesto que la contraseña es un documento de identidad válido. A continuación los tres personajes deben firmar por sextuplicado el contrato de la vivienda en donde uno solo de ellos vivirá, y los tres deben ir a una notaría a autenticar la firma, pues, para que a uno le crean que es quien es, el requisito último en Bogotá es regalarle una plata a un notario. En la notaría, además de pagar, cada sujeto debe ser fotografiado (con la misma tecnología que se usa en la entrada a Estados Unidos) y plasmar las cinco huellas de la mano. Después de la entrega del apartamento, el arrendatario y sus codeudores deben firmar una nueva carta en la que aseguren que el contrato se realizó, como si el contrato y sus seis copias no sirvieran de evidencia.
 No creo que las precauciones desbocadas y abusivas de las agencias de finca raíz se deban a la mala fe generalizada de los bogotanos. Y por cierto creo que esta mala fe, si la hay, es en gran medida suscitada por la devaluación de la palabra empeñada, precipitada a su vez por procedimientos como el descrito. Quizás lo que pasa es que se asume que quien busca una vivienda en alquiler es un delincuente por el hecho de no ser propietario de un inmueble. Pero quizás este proceso abismal trasluzca algo más patológico: la certeza de los bogotanos de que viven en un lugar donde nadie es quien dice ser y donde nadie hace lo que dice que hará. Esa especie de adicción a la nauseabunda multiplicación de los testimonios (necesito un testigo para que diga que soy quien soy, y éste a su vez necesita un testigo, y así hasta el infinito) quizás sea consecuencia de una esperanza colectiva frustrada, de una promesa siempre incumplida o postergada, que es justamente la promesa de vivir en una ciudad habitable y propia.

Carolina Sanín