Una vieja pregunta


En la primera página de El arco y la lira, Octavio Paz recoge muchas de las definiciones que se han intentado: todas válidas, ninguna suficiente. Recordemos las últimas líneas de esa página ya famosa: “Voz del pueblo, lengua de los elegidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno. El poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!”.
Más adelante, Paz intenta una definición personal: “El poema es un caracol donde resuena la música del mundo, y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos de la armonía universal”. Ezra Pound también tiene la suya: “La poesía –dijo– es lenguaje con la carga más alta posible de significación”. Paul Valéry creía que la poética era una manera de nombrar que oscilaba entre el sonido y el sentido. Carl Sandburg la definía como el diario de un animal marino que vive en tierra y quiere volar a los cielos. El autor de Peter Pan estaba convencido de que los poemas servían para jugar a escondidas con los ángeles. Otro dijo que la poesía era una comunión con el misterio. Otro, que era una manera de hacer visible el lenguaje. Se refería al hecho de que cuando se dicen las cosas de una manera directa, las palabras son tan trasparentes que se vuelven invisibles y sólo captamos el sentido. Un ensayista, por ejemplo, puede escribir: “Europa es pragmática y racionalista; América Latina, intuitiva y mágica”. Un poeta dirá: “Al norte está la razón estudiando la lluvia, descifrando los truenos. / Al sur están los danzantes engendrando la lluvia, al sur están los tambores inventando los truenos”.
La definición del duque de Rivas gozó de gran popularidad y fue durante muchos años una suerte de axioma de la teoría literaria: “Poesía es hablar claro, sentir hondo y pensar alto”. A pesar de su contundencia, hoy no aprobamos las condiciones del duque porque ya sabemos que el poeta no habla claro. Y no lo hace por tres razones: por su afición a la metáfora, porque ama el misterio y porque abomina del lenguaje trasparente.
A propósito de la metáfora, hay que recordar que se trata de una figura hija de la pereza. Me explico. Al principio, es decir, en algún momento del cuarto milenio antes de Cristo, la escritura fue pictográfi­ca y figurativa: para escribir faraón se hacía un dibujo esquemático del faraón en su trono, con su tiara y su cetro. El agua era una onda, el Sol un círculo, la paloma una paloma. Era una escritura eficaz para nombrar sustantivos concre­tos y registrar anales en un estilo lacónico y forzosamente elíptico; ahí termina­ba su poder.
Hacia el año 2500 A.C. la pereza, diosa del ingenio y la voluptuosidad, movió a los egipcios a simplificar sus signos. El resultado fue una suerte de taquigrafía: de la paloma sólo quedó una pata, del Sol un punto, del faraón el cetro. Era una escritura jeroglífica o simbólica. Fue un salto extraordinario porque con el símbolo nació la metáfora (ya una cosa podía significar otra distinta) y el lenguaje se hizo elocuente y poderoso. Ahora un egipcio podía escribir: “La muerte es la sombra de la vida”.  (Inscripción tallada sobre el dintel del vano de la cámara superior de la pirámide de Keops).
La metáfora le agregó al lenguaje, pues, juego y potencia. Juego, porque en adelante hubo que descifrar el sentido de los textos; y potencia porque ya hubo muchas maneras de nombrar las cosas. Además, la metáfora resolvió un déficit crucial: los idiomas eran sistemas deficitarios porque consistían en conjuntos finitos de vocablos que debían nombrar un universo de ideas y cosas infinitas. La metáfora resolvió el problema otorgándole innumerables  sentidos a un conjunto finito de vocablos.
         De todas las definiciones que conozco, la que más me simpatiza es una que escuché en 1982 por radio: a finales de ese año un novelista suramericano dijo en Estocolmo: “La poesía es la energía secreta que cuece los garbanzos en la cocina”. Me gusta porque encierra entre líneas una declaración de principios, una poética, y porque trasciende el ámbito de lo meramente literario. La definición de García Márquez nos recuerda que la poesía es una manera de respirar el lenguaje, sí, pero también una manera de sentir, una actitud ante la vida, como la filosofía. Que puede haber poesía en casas donde no hay libros y en calles donde no hay poetas. Que puede haber poesía en una rayuela, en un jingle publicitario, en la conversación de dos hombres torvos o en los garabatos que traza esa luciérnaga. (Un siglo antes Baudelaire y su pandilla nos habían enseñado que, si éramos dignos de ella, podíamos encontrar poesía en cualquier cosa, incluso en una carroña; que el poeta no tenía por qué limitarse a los cánones clásicos de belleza y eufonía).
         Muchos consideran que las teorías literarias son inútiles. “Las respuestas pasan y las preguntas quedan”, repiten con sorna. Consideran que es mejor leer poesía que ponerse a definirla. Es una falsa oposición. Lo uno no tiene que excluir lo otro. Si no hay campos vedados para la literatura, ¿por qué prohibirle que se vuelva y reflexione sobre sí misma? ¿Qué mejor tema para un hombre de letras? Así no lleguemos nunca a la respuesta, las preguntas son estímulos valiosos para la creación. No hay que olvidar que fue tratando de responderlas como hicieron algunos de sus mejores libros Aristóteles, Horacio, Óscar Wilde, Paul Valéry, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges. Guardando las obvias proporciones, ese es el espíritu que anima este artículo.

Julio César Londoño