Habitar
Aquí,
donde sólo huele a verdor de tiempo ya añorado,
aquí, donde el pie cala hondo, y anida,
se suceden los estratos, en orden,
irremediables,
para seguir el olor de la sangre furente,
el mar de sombras.
En este justo sitio, anegado en sueños
—pasados ya el torrente del oprobio,
los paisajes de la superficie envertigada—,
él desata la vergüenza y el conjuro:
huesos insepultos, rabia en triunfo.
Desde la ruina
—degollado el cirio por la tormenta—
soldados y putas miran el envés del hábito
(festín doloroso de siluetas, humareda de silencio).
Sobre el blanco, acribillado, el verdugo y su deseo,
transparente deseo que cubre el cuerpo,
polvo de los senos.
Aquí, en esta casa de ciegos tabiques, de clausuradas puertas
desguinda el secadal, devora los huecos el llanto,
corren efluvios de ira (sólida estancia de báscula y peaje).
Al arribo de la fiebre la tierra se sacude; la hondura es de rosa desaparecida,
de ausencia que él ha establecido, ¿dónde el centelleo de la paloma?
¿dónde el ímpetu del fuego?
De pie, él mira la suspensión de la hoja, la transparencia de la herida,
quedan abajo (sotierro) el párpado testigo, el presagio.
*
Erigirse en fuego, en llama y deslizarse sobre la superficie tal viento áureo y oleaje que trae a tierra los sargazos.
Desciendo ahí, hasta donde no hay más sitio que uno mismo.
Caída, no en vertical, no hacia los lados, sólo caída.
Cierro los ojos, aparto la luz y la mirada obscena de aquel (anguila, lobo o truhán) se desliza por mi pecho. Escucho el vahído de una intriga desmenuzándose en el aire.
Estoy colocado junto al derrumbe y el barullo. No yazgo, me aprisiono. Soy un ciego con un medio: silencio —vía, trazo donde se ocultan los rastros del lenguaje.
Contengo, no desfallezco (la muerte es pasadizo, fábula), corto amarras y tomo bajo el brazo una suerte-mueca.
Echo de menos la sal y sus favores.
*
A falta de tierra, desnudo
sin firma ni signo de atadura,
acaso entre la falta y la velocidad del ala
del zancudo.
Aterrizas.
En tanto, el aire se desprende de las voces.
Cuantioso el infierno de los nombres.
No cargas más.
No más allá de esta calle, esta penumbra.
De las sombras has vuelto a este paraje,
sin una libélula en la frente.
Ni azul que desmaye en tu presencia.
Habitas en la precisión del instante:
Esa es tu certeza.
Yace aquí tu contenido,
el líquido difuso de tu paso.
Yerras, caes a tumbos.
No esperas.
La impaciencia es la deshonra del furtivo.
De bruces en el lodo, tus rodillas guarecen el estigma
que tu imperio necesita.
Estás más solo que la angustia.
Junto a las tarántulas náuticas y los reptiles
cansados de olisquear las formas
tu silueta regresa.
Incidencia en este vuelo a ras de angustia.
El pasado no clarifica, no abriga a la piedad ni a los momentos.
Incidencia en tus ojos que trascienden al fuego.
No gastes la memoria.
Siéntate. Bosteza.
Adquiere temperatura y brizna en la nuca, en las sienes.
Acuérdate del jardín, del ala antigua que rozaba la frescura de los cuerpos.
Desata los cordeles, los nudos, las hebillas,
anuda el enjambre de las venas a la huella de tus manos.
Aléjate de la vileza, del rencor y la envidia.
Cuida tus palabras.
Toda alabanza posa su ruego en la cal: arcilla, forma asible: presencia para
deambular entre los muertos.
Siente la noche como fe carcomida por el tiempo.
El rezago del miedo ha dejado sus hábitos en la frente del autista; ese ademán, apenas contenido, es el mundo escondido bajo el caparazón de las hogueras.
Con pujo de vejiga, llano el dolor,
celebra en la orina.
Regresa a la santidad del huérfano,
ningún intento resbale por tus párpados.
Sé el entierro del sentido.
Desciende hasta donde sólo resta el lugar para uno mismo.
Ablándate y cae en cuenta: somos flor que se deshace.
*
Hablo de un quieto recuerdo que sostiene al mundo.
Hablo de ábsides y naves, de estructuras demudadas
que sostienen el hilo del aliento.
Patria es un lugar tan lejano, y exacto, construido por los ojos.
Hablo de la voracidad del viento y pregunto por la historia elusiva de mi rostro.
Hablo de un espacio:
Baño de espuma donde lilas estranguladas asoman su amor
sujetas a la espalda. Este abrigo de agua, este ejercicio de
materna estancia, con que cubro los signos de mi cuerpo es
la suave palabra que guarece al ángel de Betania.
Y no hay más fulgor que este baño diario donde el jabón y el agua izan, día a día,
a la puesta del sol, el alma herida.
Sonoro hombre que, bajo la ducha, entre bisagras, abres
los lamentos de tu cuerpo y clavas (anclas) tu corazón
anochecido en el vapor que vela por tus llagas.
Hablo de un arraigo:
Habitar es un milagro posible gracias al aliento detrás de la nuca
que inflama la memoria y los aleros.
Hablo de una certeza:
No han de borrar mi nombre del libro de la vida
ni esconder a su Oído el hambre de mi duda.
Todo nudo es una mariposa ejerciendo una glosa de marzo para izarse en un peldaño:
el cuerpo reviste las anotaciones del tiempo: en el borde, en el salto, un muro estallado guarda en el polvo la sospecha.
Recibiré una piedra blanca.
En ella encontraré el nombre que me habita.
Rocío Cerón (México, 1972), ha recibido el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen. Su libro más reciente es Soma (2003).
La foto de Jorge Zalamea Borda fue gentilmente cedida por el Maestro.
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