Días en blanco
De aquel tanto amor,
este silencio y esta luz
venidos desde hace tantos días
y desde tan cerca.
Este silencio de la casa vacía
que cicatriza lentamente
tantos abrazos y tantos veranos
y esta luz de vidrio acribillado
que no destiñe los escenarios.
Entre las mismas paredes
del mismo tiempo
-tu cuerpo y el mío-
habitan los mismos seres enamorados,
aunque ya no vea tus ojos
y te pertenezca,
aunque el viento me desvele afuera
las huellas de tu huida.
Ya lo sabemos, todos lo sabemos
y hay muchos días en blanco
en que nada puedo decir.
Con mis manos desatadas,
haciéndose sombra de las tuyas,
junto a las hortensias,
esta tarde,
alcanzaré aquellas tardes
igualmente dadas al abandono,
sobre la arena, desnudos o entre la hierba,
cuando de pronto aparecía la muerte o la risa.
Conservo la humedad
de aquellas miradas fijas
y un deseo de lo eterno
así como envidio al viento,
entreabiertas las puertas,
apropiándose de nuestra casa.
Sólo entro,
como siempre,
a medir tu pérdida
y cuánto crece el musgo en mi frente.
Pregunto a los grifos oxidados
qué imagenes levantará el polvo
cuando esta luz
sólo sea trizas de escombros.
Y si es verdad que nuestras almas
colgarán como retratos
cuando las paredes vuelvan a ser barro.
Antes de que llegue la noche,
o casi, antes de que la ciudad
atrape este silencio de amor definitivo
con lengua de andamios,
quisiera cambiar nuestros cuerpos,
que tu despedida
sólo cierre las puertas de la casa
y que la mía
sea la voz de aquellas campanas.
Dedal de amparo
Amparo mi alma, dedal,
de azul sonrisa nacida,
cálido paño de amor,
de bondad y mortal dicha.
Te está queriendo la luna,
calmando los sueños que hilas,
robándote el maquillaje.
Oh, Coquito, ella te imita,
señora de ojos de gata,
como espejo sin estima
y fiel tu alegre mirada
la noche oscura ilumina.
Aguja de cloroformo,
de dulzura y fantasías,
el tejido de las calles
de rosa y ofelias vestidas
nunca teme tus puntadas,
besos de hechizos a heridas,
bálsamo de alta costura.
Madrugadas resucitas
como brasa de tabaco,
esperanza de los días,
aliento tan fiel y amable.
Tú, que has vencido a la vida
como a la edad el olvido,
dueña de hermosas vigilias,
siempre eterna primavera,
abre, madre recogida,
la puerta de tus ojales,
que Dios aprenda de envidias.
El animal
El animal es la fiera que pasea por las tardes,
un sospechoso pasajero acomodado sobre los párpados.
El animal es una raíz amarga y una gacela desesperada,
el martillo que empuña una sien para golpear en la otra.
El animal es un verano que daña con fuego,
un gancho de carnicero que expone tu carne al hambre.
El animal es un corredor con el dorsal de la edad que siempre se va,
el puzzle del cielo con la sola
y única pieza infinitamente repetida.
El animal lleva espuelas en la mirada
con el peligro constante del adiós.
El animal es una cama de faquir recién estrenada,
un hueso astillado que huye de la fosa.
El animal es una estrella clavada en los tobillos,
de sangre que hierve y cita a las liebres.
El animal es una garganta de alambre sin precinto,
un soldadito de plomo que se ahoga en los charcos.
El animal pregunta y responde
en voces cruzadas que nunca se entienden.
Un fatigado abrigo que habita los escaparates
y un ciervo que sangra en octubre, es el animal.
Y si queréis, el animal, es todo lo que queráis.
Alfonso Rubio (Arrendó, 1964) es profesor de Paleografía y archivística en la Universidad del Valle. Entre sus libros de poesía figuran Corazón cargado (1994) y Liebres (2003). <<< Volver |