Quizás la soledad sea la circunstancia esencial del poeta; no me parece gratuito que la tradición haya querido hacer de Homero un ciego. Hay, sin embargo, casos en los que la procesión solitaria transcurre exclusivamente dentro del tuétano del creador, como asfixiada por la fama que atruena desde fuera y que puede ser letal para la poesía. Pienso en Rubén Darío, en lo mucho que de perecedero indujeron en su obra los laureles, encargos y aplausos recibidos en la marcha triunfal que fue su vida, por contraste con la fuente nostálgica y solitaria que le permitió evocar para siempre a un simple buey visto en la niñez.
Hay, también, casos en los que la soledad interior resulta fecundada por un frío llegado de afuera; un frío biográfico que en casos extremos se pega al pellejo del poeta como una sombra o un perro y llega a adquirir los rostros terribles de la marginación, la cárcel, la emigración y el hambre. Tal es el caso de César Vallejo, a mi juicio el más grande poeta de la lengua española desde el Siglo de Oro. Gastón Baquero supo de ambas cosas, de la miel y el acíbar, en grado tan extremo que muy bien pudiera decirse que vivió dos vidas, o bien una sola partida en dos mitades contrapuestas por el rayo terrible de la revolución cubana. Nació en 1918, en Banes, una pequeña ciudad del extremo oriental de Cuba, y vivió acunado por el calor y la sensualidad de la isla durante 41 años, en los que llegó a obtener el bienestar y el éxito. Desde 1959, y durante otros 38 años, vivió en la soledad del exilio en Madrid.
Baquero nació con todas las de perder. Era negro, homosexual, pobre y poeta en una Cuba, como cualquier país racista, machista y clasista, donde la poesía era oficio de locos. Sólo una inteligencia y un carácter absolutamente excepcionales como los suyos le permitieron imponerse a aquel medio y alcanzar éxito y reconocimiento en su condición de periodista. En efecto, llegó a ser una personalidad clave, jefe de redacción y de hecho director en la sombra nada menos que del Diario de la Marina, un periódico extraordinariamente conservador e influyente, decano de la prensa cubana durante la época colonial y la Primera República (1902-1959).
Pero también, y sobre todo, Baquero era poeta. Y resultaba de algún modo inevitable que en sus primeros años habaneros topase con la imantación todavía casi secreta de la obra y la persona de José Lezama Lima. Desde entonces, su nombre está indisolublemente asociado a la generación de Orígenes, uno de los coros de solistas más extraordinarios de cuantos han escrito nunca en nuestra lengua, integrado por el propio Lezama, Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz, entre otros. Sin embargo, y pese a que siempre fue parte de ese grupo excepcional, lo cierto es que Baquero publicó un solo poema en Orígenes, justamente en el número 1; casi nada si tenemos en cuenta que la revista nos dio 34 entregas a lo largo de 10 años de heroísmo.
Durante su vida en Cuba, Baquero publicó apenas dos cuadernos de poesía, Poemas y Saúl sobre su espada, ambos en 1942. Después, y durante unos interminables 18 años, calló como poeta. Es un hecho asombroso, sobre todo si tenemos en cuenta la radical calidad de su obra inicial. Adelanto una hipótesis que quizá podría contribuir a explicarlo. Baquero, al igual que los origenistas, concebía el cultivo de la poesía como un acto de entrega total, como una religión que no podía compartirse con otro menester tan acuciante como el de su responsabilidad en el Diario de la Marina. Optó por lo segundo, y nos dejó en herencia una colección de artículos periodísticos a la que los cubanos tendremos que volver la mirada, agradecidos, cuando vuelva a haber prensa en nuestro país.
En 1959, con el triunfo de la revolución cubana, Baquero marchó al exilio; su vida se fracturó como después empezaría a fracturarse Cuba. Sólo la poesía puede ayudarnos a imaginar cuánto debe haber sufrido, qué solo debe haberse quedado este cubano, negro por más señas, durante los largos años en los que la revolución concitó el fervor y la adhesión del mundo, y él estaba en contra y vivía lejos de Cuba, pobre, aislado e ignorado en el sotabanco del número 5 de la calle de Antonio Acuña, en Madrid. «Hay golpes en la vida tan fuertes», escribió Vallejo, «golpes como del odio de Dios, / como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma». Así de brutal debe haber sido el golpe que entonces recibió Gastón Baquero.
Eso habría bastado para matar a cualquiera. Al poeta Gastón Baquero, sin embargo, lo hizo renacer. En el pórtico de un luminoso ensayo, La poesía como reconstrucción de los dioses y del mundo, escrito ya en España, cifró su situación vital con una cita de Martin Heidegger: «Cuando el poeta queda consigo mismo en la suprema soledad de su destino, entonces elabora la verdad como representante verdadero de su pueblo». Ésa fue su hazaña. La llevó a cabo en unos pocos libros escritos y publicados en su exilio español con la soledad como inseparable compañera y maestra. En 1993, a propósito de un fugaz y único contacto sostenido en Madrid con Eliseo Diego -que ha sido narrado con pudorosa ternura por la hija de éste en el número 3 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana -, Baquero le escribió a Diego, refiriéndose al grupo de Orígenes: «Yo viví en un mundo y cerca de unas personas que no volveré a ver. No es, compréndanlo, que no quiera volver a ustedes, es que no quiero volver al pasado (...). Yo no vivo, floto. Dije: ‘Ya no vivo en España. / Ahora vivo en una isla. / En una isla / llamada soledad» Soledad, quizás la mejor metáfora de una Cuba rota.
Siempre desde ella, la obra de Baquero va ascendiendo hasta culminar en la cima de su último libro, publicado por Verbum en 1991, reveladora e irónicamente titulado Poemas invisibles. En esa obra maestra dialoga con el universo, pero la dedica «A los muchachos y muchachas nacidos con pasión por la poesía en cualquier sitio de la plural geografía de Cuba, la de dentro de la isla y la de fuera de ella». Aquí, Baquero se hermana con su numen poético profundo. Contra lo que se dice y se repite, éste no fue Lezama, sino el sufridor por excelencia, el solísimo, el que llevó la poesía de nuestra lengua al tuétano, César Vallejo. «Algo de indio reconcentrado, algo de lenta introspección, de amargura, de protesta ante el misterio y el aporreamiento constante que la vida da», escribió Baquero, «presta a Vallejo un carácter de abogado defensor de la pobreza humana, de la fatalidad, de la tremenda y desequilibrada relación entre la pequeñez y condena del hombre y la potencia de lo Supremo». Quiso el destino que ambos espíritus gozaran de una estremecedora contigüidad. En la espléndida evocación titulada Oye, mira: esos pasos son los de él, Baquero nos dice: «Ocurre que soy vecino de Vallejo, aquí en Madrid. Vivió en el 4 de la calle Antonio Acuña, el obispo degollado por los borgoñeses, y yo vivo en el 5». El cubano escuchó indudablemente los pasos del peruano y contó esa experiencia de dos maneras: «Va y viene en la noche de los Andes a Madrid, de Madrid a la sierra peruana», dijo en la crónica citada. Luego, convirtió a Vallejo en el protagonista secreto de su poema El viajero, que como si fuera el resucitado por la humanidad del poema vallejiano Masa, en el de Baquero «... echó a andar sin más finalidad que sacudirse el tedio de estar vivo (...) y con el gran sombrero tejido a ciegas por indios / de dedos iluminados por rayos puros de luna bajo el río (...) emprendió, así, la última etapa de su peregrinar, / que consistía y consiste todavía, -porque el viajero / ni ha terminado de andar ni conoce el cansancio o el sueño- / en ir y volver a pie, incesantemente, / desde Lisboa hasta Varsovia, y desde Varsovia hasta Lisboa (...) apiadado siempre (...) de la pavorosa soledad de la Tierra en el cosmos».
En otro poema seminal, Con Vallejo en París, mientras llueve, Baquero visita a su amigo, y «... harto de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir...», usa una incorrección del habla popular cubana para pedirle desde el fondo del alma que le empreste un «... hombreante poema panadero, padrote, semental poema (...) ... testicular semilla, antihambre poema, / antiodio poema vallejiano...». Vallejo, cómo no, le empresta «un alarido en quechua o en mandinga», y Baquero se echa «... a morir, digo a dormir, acorazado / por el poema de Abraham, de César digo, quiero decir Vallejo».
Así está ahora Gastón Baquero, muerto, digo, dormido, y sin embargo insomne, caminando incesantemente, desde la punta de Maisi hasta el cabo de San Antonio, y desde el cabo de San Antonio hasta la punta de Maisi, de un extremo al otro de su infeliz isla de Cuba, con el universo a cuestas, vivo en nosotros para siempre.
Jesús Díaz (La Habana, 1941-2002), fue fundador de la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana, que desde el verano de 1996 editaba en la capital española la revista Encuentro. Su última novela, Las cuatro fugas de Manuel, fue publicada este año por la Editorial Espasa Calpe. Entre sus obras literarias se encuentran Dime algo sobre Cuba (1998), La piel y la máscara (1996) y Las palabras perdidas (1992). Fue profesor de la Academia de Cine de Berlín, de la Escuela de Letras de Madrid y del programa Sources para el desarrollo del guión de cine en Europa. Entre su obra cinematográfica se encuentran las películas Polvo Rojo y varios documentales realizados en Cuba.
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