No podía viajar a Leningrado con mi pasaporte de extranjero. Yo tenía 19 años y era estudiante de literatura en Moscú. Sanct Petersburgo, o entonces Leningrado, era una ciudad cuyas imágenes surgidas de la novela y de la poesía me obsesionaban. Allí en 1837, Alexander Pushkin había muerto en un duelo que fascinó a sus contemporáneos; los detalles de las últimas horas de Pushkin fueron minuciosamente registrados. Hubo uno que yo siempre recordaba. Cuando Pushkin se dirigía en su carruaje al sitio del duelo, el coche en el que viajaba su esposa Natalia Goncharova, pasó tan cerca del carruaje del poeta que Pushkin volteó la cabeza para evitar su mirada. Natalia, que era miope, no reconoció a su esposo. Dos horas después Alexander Pushkin estaría desangrándose sobre la nieve.
La estación del tren, donde me encontraba, tenía inmensas columnas de mármol y la inquietante figura operática de un Lenín lívido de talco. En la noche la estatua semejaba una aparición. En el piso rodeados por maletas, los viajeros cuchicheaban o dormitaban esperando su tren. El pasaporte mío no servía para comprar el pasaje. Me había hecho acompañar de Serguei, un amigo soviético. Habíamos planeado que yo me haría pasar por él. En aquella época mi ruso casi no revelaba acento y bien podía pasar por un gitano, o mi manera de hablar delataría a un estudiante de Estonia. Con gran nerviosismo me acerqué a la ventanilla. –Un pasaje a Leningrado en el tren de las 11 de la noche.- Hablé en voz baja, pero de manera que la mujer que me miró, comprendiera mis palabras. Pasaron unos segundos que para mí equivalieron a saltar al vacío. La mujer observó con indiferencia al pasaporte, tomó los rublos que le extendí, me miró a la cara y me preguntó nuevamente: -¿Cuántos billetes?- sospeché que ya sabía que el de la foto no era yo, y que estaba ganando tiempo, por un segundo pensé en salir, escapándome. Pero Leningrado y la poesía del siglo XIX me llamaban. Tomé aire y como Julio César atravesando el Rubicón, le dije –uno- y repetí –para las once de la noche-. La suerte estaba echada. La mujer no hizo ningún gesto, abrió la boca; todo esto no tomaría veinte segundos, y me entregó el pasaje. El corazón me palpitaba tanto que pensé que hasta la estatua de Lenín estaba enterada de mi nerviosismo.
Los trenes de aquella época eran azules. Traían impreso un enorme escudo con haces de trigo trenzados en círculo portando quince banderas. Mi tren llegaría a la ciudad a las doce del medio día siguiente. Estaba impaciente por entrar al vagón que compartiría con otros dos pasajeros. Fui el primero en llegar. El tren comenzó a moverse. No distinguí bien la cara de mi único compañero de viaje pues el segundo probablemente había perdido el tren y nunca llegaría. Me recosté en mi li-tera, para estar cómodo en el largo viaje. El hombre sacó un libro y se puso a leer. Una hora después pasó una mujer llevando te. Lo servían con una pequeña ceremonia: sobre portavasos de peltre liviano con imágenes grabadas de flores o troicas veloces, o naves espaciales; colocaban un vaso de vidrio muy delgado, rebosante de te.
Para no aburrirme le pregunté qué estaba leyendo. –A Brodsky- respondió. Nunca había escuchado ese nombre. El compañero sintió mi acento y me preguntó de dónde era. Ya más seguro le dije que venía de Colombia. Tampoco él sabía dónde quedaba. Se quedó en silencio y repitió –Kalumbia- Después sacó de su maleta de viaje un periódico cuyo contenido yo ignoraba. Lo desenvolvió: había un pollo asado, arenques pequeños, rebanadas de queso dorado, largas cebollas verdes y un pan cuya frescura de trigo recuerdo todavía. Después destapó una botella de vodka. El traía vasos y sirvió hasta que rebosaron. Me entregó uno y dijo –Por Colombia- No vas a encontrar en la poesía de Brodsky el desencanto de los románticos- me dijo.- El está lleno de un sarcasmo que evidencia su descreimiento. Cuando la burocracia soviética lo expulsó de Leningrado, tenía 32 años. ¿Acaso se fue porque quería? La pregunta no es fácil. Si se iba perdía a sus lectores. Si un poeta escribe sus versos en otra lengua, su talento apenas le alcanzará para fingir un lenguaje, lo que equivale a simular las emociones. Se fue porque le hicieron imposible seguir viviendo. Pero acaso como cualquier judío tocado por el genio, sobre todo si es ruso, sabe que la ciudad que amas termina volviéndose una cárcel para envejecer y apagarte, amargado y con hemorroides. Yo lo escuchaba sin decir palabra. El tren seguía cruzando la vasta noche en que nevaba. El desconocido me dijo,- pero tal vez, ya no le aguardaba a Brodsky la suerte de Mandelshtam, muerto en un campo de concentración por escribir un poema mediocre contra Stalin.
Apuró un vaso entero de vodka y dijo –Nadie sabe dónde quedaron los huesos de Mandelshtam-. Aquella noche hablamos sin parar sobre la desesperanza y la poesía. Terminamos el pollo, las cebollas verdes, los arenques de las islas Sajalin. El vodka nos trajo las palabras cómplices que surgen en los viajes largos en tren. Ya no me acuerdo del nombre de aquel lector de Iosiph Brodsky, pero nunca olvidaré una frase de aquella conversación: “la poesía talvez no salve a nadie pero sin ella estamos jodidos”.
El poema que traduje para los lectores de Arquitrave, es uno de los que estaban en el libro que, aquel lector desconocido de Brodsky me regaló hace ya casi veinte años.
Rubén Darío Flórez (Pijao, 1960), Maestro en Filología en Lengua y Literatura Rusa de la Universidad de Moscú, ha traducido a numerosos poetas rusos publicados en libros como Cien años de poesía rusa (2002) y El habitante del otoño, poemas de Alexander Pushkin (1999). Profesor Asociado de Teoría de la Comunicación de la Universidad Nacional de Colombia, su libro de poemas Toda forma es un Gesto , está en imprenta. <<< Volver |