Bóveda celeste
Con tu mano silenciosa y delgada apagas estrellas.
Prodigas mi nombre como la abeja su miel.
¡Muérdeme! Quema mis ojos. Lejano
mar de búfalos en el aire ceniciento y
verde. El gusto es sutituible, yo no.
Estoy clavado en la cruz y derrocho tus
frutos. Mira: cada gota de mi
memoria es un latido de la bóveda todavía
cuajada en el milagro de que el cielo vive.
El animal cede, se arrodilla, herido de muerte.
Te sacudes el blanco plumón de luces y
la inscripción en tu pecho no se enciende para
nadie. En tu boca silenciosa y suave
has abrasado mi cuello.
Nicola Tesla
Cuando San Francisco se desprendió de su manto,
no tuvo frío. Frío le daba su vida pasada
que estaba fermentando para convertirse en vino.
Cuando se convirtió en vino, lo bebieron los topos,
las langostas, los gatos, que en el medio
evo estaban encadenados, pues antes habían sido
leones. La gente temía que se la
comieran los gatos. Eso no es verdad, porque los gatos nunca comieron gente. Sólo que los perezosos y distraídos
monjezuelos copiaban con tanto descuido
que se hizo herrumbre,
como en los transatlánticos.
Los gatos fueron realmente leones, pero
leones de seda.
Y los costureros ya estaban
junto a ellos cuando pacían en el desierto.
Pacían porque lamían la arena,
como las gallinas que necesitan calcio.
Las gallinas yacen de lado en la oscuridad.
Hay luces encendidas en las casas de la gente.
Nicola Tesla extrajo
la electricidad con mucho trabajo,
como la gente que pela guisantes y separa
la vaina de los guisantes. Una vez hecho eso
dijo esto es electricidad y basta.
Ahora la podemos apagar y nos dormimos.
Yo y tú
A mí nunca me besaba tu boca, nunca
bebiste la nieve. Tú, melancólica estatua, que ahora
te hielas bajo aludes. Una pregunta
cruel: ¿todavía calientas tu iglú? Te he embrujado
y te he desmembrado. Y las arrugas que se ahondan
en tu frente, otrora divina, quizás ya no tienes ni
derecho a ellas. No, no me has vuelto a herir. Oh, pequeña
momia, flor abortada, tu recuerdo palidece.
Hay océanos, y tu hastiado, en medio. Piedra dura
y desesperante, embadurnada de silicato. Volveremos a amarnos,
volveré a desparramarte las colmenas. Ya no es fuerte
mi deseo, has triunfado, en verdad estás vacío. Y en mí,
una alameda de infinitos otros, también se ha entumecido tu
rojo corazón. Sólo en ti gargarizaba yo de felicidad. Tomaz Salamun (Zagreb, 1941), su obra ha sido traducidas a numerosos idiomas y ha sido escritor invitado de universidades como Iowa, Harvard o Mississippi y se ha desempeñado como cónsul de Eslovenia en New York. Actualmente vive en Berlín. Sus poemas fueron traducidos por Pablo Fajdiga.
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