Rezando a Shiva
Arrástranos dentro de la turbulencia,
destroza nuestros corazones rectos y aburridos
con las hélices afiladas
de tus muslos danzantes
y tus greñas.
Surca y arrasa los bulevares,
siembra ranchos entre los escombros
alumbrados por íconos eléctricos –
asesinos, estrellas obesas caídas,
tus agentes.
Cuerpos acuchillados y cancerosos,
apareados al azar,
o atados a bombas, te ofrecen
su dolor y odio, su brillo
de glamour.
Te conozco y sigo adentrándome
en el remolino de las tinieblas.
No me quites todo, déjame
la luz azul de mis ojos
para buscarte.
La oscuridad se llena de destellos,
el sudor que gotea de la torre empinada
de tu rostro y tus hombros
en lo alto, es luminiscencia,
es semilla.
Hazla palabra y tendremos que oírla.
Que el caos recoja sus desechos,
se ponga al rojo vivo y haga brotar
nuevas posibilidades feraces,
nuevas lenguas.
Una vieja está llena de veneno
Una vieja está llena de veneno,
sus palabras se multiplican como células malignas,
bolitas de estricnina,
gotas de ácido prúsico;
dice mucho más, y peor, de lo que quiere
y los demás se horrorizan.
Desean que enmudezca o muera.
Se ahoga en sus propios jugos –
en la superficie apestan
en sus oquedades
y dentro de ella sube la marea
lamiendo como agua sucia
en un pozo rajado,
entumeciendo sus órganos.
Su memoria es un estofado podrido
donde flotan fragmentos de vivencias,
insultos y traiciones y desencantos
anegando estampas más felices,
y pedazos de otros cuerpos,
quizás penes flojos o hediondos.
Ansía una carne más dulce.
En el espejo ve la que otros ven,
respetable, lastimosa quizás,
no más protagonista segura
con todas esas arrugas, pliegues
y surcos donde se emborrona la pintura de labios.
Ser venenosa es mejor que ser patética, piensa
de repente y sabe que todo es un error.
Seres anfibios dorados
suben flotando desde sus profundidades negras
buscando el cielo a través de sus ojos.
Camina con ellos debajo de los árboles
y por calles pululando de misterio
y una lluvia de luz pesada
sujeta al tiempo en sus linderos.
Ensalmo
Señora leona
que modulas la luna,
hazme redonda,
plasma mi piel:
dentro del aro perfecto
articula los huesos,
los blandos senderos rojos
y los pálidos nervios.
En las juntas
y en los cruces
siembra bulbos
vegetales.
Cuando menguan mis fuerzas
minadas desde dentro,
despojadas
por el llanto ajeno
ellos aguantarán la presión,
encogiéndose en torno a un grano
de maná que convierte
el dolor en visión,
en crecimiento,
en flores compasivas
y victoriosas,
estrellas en mi cielo interior.
Señora leona,
que en secreto alumbras al sol,
haz de mí
tu chamán.
Los dioses de las orillas
Madres y guerreros
de barro, bronce o piedra,
manchados de rojo, engalanados,
contemplaban el mar desde sus pedestales,
en guardia contra miedos ancestrales.
Nadie creía que iba a suceder.
La ola se empinó desde el abismo,
corrió hinchándose hacia la orilla
y se soltó desbocada tierra adentro
aplastando cuerpos y casas.
La sal quemó el botón de sus ojos,
las cuencas fútilmente desafiando;
se desmoronaron o perdieron extremidades,
se ahogaron con sus devotos
y los escombros los cubrieron.
para Chinnaswamy
Rowena Hill (Cardiff, 1938), viajera incansable, ha vivido en varios países del mundo y tiene una casa en la isla Margarita, donde escribe poesía y traduce autores latinoamericanos y de los poetas metáfisicos de la India. Algunos de sus libros son Celebraciones (1981) Ida y Vuelta (1987) y Legado de Sombras (1997).
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