Rowena Hill

El templo en la represa de Krishnarajasagar

El cielo inmenso azul quemado
con una franja de nubes color polvo
se refleja en el agua inmovil.

Un gavilán ve el montón de piedras negras
en el borde de la represa
y los seres que pululan alrededor;
se abalanza, son mujeres que vadean
hacia las rüinas; niños de rostro oscuro
y dientes blancos chapucean
en el agua turbia.

El gavilán vuela por la orilla,
la espuma que dejan las lavanderas,
la mierda que hiede en la playa
no le dicen nada.

Una ranita se esconde bajo una piedra
con las figuras esculpidas y borrosas
de dios y su consorte.

La música de Carnatic

La música lo sabe todo,
los ritmos y adornos brotan
pariéndose uno al otro
en perfecta secuencia

y son más que ellos mismos
como una máscara de piel viva sobre una cara
que refleja los finos temblores
del cuerpo entero.

Cada frase es un florear
en la punta de venas y arterias,
cada compás un pulso
de profundas raices.

Mozart sacaba el sonido
del conocimiento que eregía catedrales;
la voz de este cantante
ordena las extremidades del templo.

Badami

En el comienzo estaba la piedra
y la piedra erguida concibió
muslos y frentes y lóbulos de orejas
y los ojos que se henchían
bajo un cielo radiante.

Los dioses cayeron a tierra como frutos maduros,
reventaron sus larvas como insectos alados.

Creciendo en semejanza
los hombres medían las piedras,
dábanles forma hermosa y las apilaban
para que los dioses tuvieran casa.

Resplandor

La vista saca pieles
de la superficie de la tierra,
las enrolla, coagula, funde
para hacer cuerpos.

El suelo desnudo se yergue
con miembros flacos, leonados,
el viento los hace bailar,
sus ojos se forjan en el sol.

Naipaul en India

Te están festejando en Nueva Delhi,
pero tú no te portas a la altura
de la ocasión y tu esposa está histérica;
el actor super estrella
encanta a los periodistas en tu lugar.
A ti esto no debe importarte,
o por lo menos así siempre lo has dicho.

Te paras de espalda a la pared
y recuerdas otros viajes:
el regreso del exiliado
aborreciendo lo irracional,
encontrando un área de oscuridad
en cada bosta en la calle;
luego el comentarista más maduro
que ponía el dedo en las llagas
de una civilización
mientras guardaba las distancias con el cuerpo.

En la última vuelta lo abrazaste
a tu manera, contando el millón de amotinamientos
como dientes en una enorme rueda
de cambio moroso,
sopesando las bellezas de la inercia.

La compasión no es tu propósito,
se destila de la observación
llevada a su expresión máxima,
un riesgo, casi, del oficio de escritor.

¿Cuántas personas entre esta flor y nata,
parloteando como cuervos,
leyeron ese largo libro?
Pocas, piensas, y nadie lo entendió.
Se hosco, entonces, y deja que se quejen.


Rowena Hill (Cardiff,1938), creció en Nueva Zelanda y ha vivido en Italia, Venezuela e India. Sus libros de poesía son Celebraciones (1981), Ida y vuelta (1986), Legado de sombras (1999). Ha traducido, bajo el título de Nombres de lo innombrable, los poemas metafísicos medievales del Kannada. Los textos que publicamos han sido traducidos del inglés por la propia autora.

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