Deseos
Antiguas puertas del milenio acaso adivinadas
cuando el viaje merecía el descanso entre las fauces del manantial de espinas bruscamente perversos
cuando un vago cosquilleo delataba el deseo
y nos expulsaba hacia los reinos veleidosos donde en verdad
se dilataba el pulso y atardecía entre cavernas
en una inmensa dicha de marionetas y zafiros.
Tus elásticas piernas rodaban de través en las piedras
o sobre el humo de los dinosaurios, largos minutos de girar en vano sin hablar, sin angustiarnos por el niño rojo
que de pronto abriría tu garganta o acaso escondería tus pezones ahora aferrados a mis dientes vencidos.
¿Acaso el planeta no escondía
sus miedos calcinados, acaso
no palpitaba lentamente la colina y se moría en sus espasmos?
Fue un desquite entre olas que tenían de común el vaivén de los cuerpos
las guerreras manos enlazadas contra un árbol de acero y el grito
que finalmente supo a estropicio de navegaciones
como un velado cataclismo
y es todo lo que sé, lo que voy olvidando
en los cielos cerrados como los ojos de la diosa impúdica
que a veces nos guiñaba de lejos
y reencarnaba en ti con su poder de mensajera.
Nocturno a Elena
Usaba zapatillas doradas para protegerse del frío abismal de la sabana en los últimos años de un siglo que murió sin respiro era a su manera valiente como un sueño perdido entre usureros y tenía dos hijas que dormían como alondras nocturnas y correteaban como alondras despiertas
por los cuartos estrechos donde las tres cabían sin estorbo
y hasta quedaba espacio para beber un vino o fumar largamente mientras hacía guiño alguna estrella.
Despedida de los vendavales marinos
declamaba un poema de Neruda en el que un ancla jubilada
cruzaba la luz de Antofagasta
(decía haberlo conocido por mí y la verdad
he olvidado las anclas y Neruda se ha muerto).
Esta Elena nunca llegó a Troya, tal como aquel demiurgo lo constata
y por lo tanto todo fue una nube: las rabietas de Menelao
y hasta el regreso a Itaca.
Elena quedó entre sus alondras
sin importarle un higo el diente del invierno
ni la amenaza de los devoradores de caballos.
Deriva
Para Vilma Ramírez
Sigo junto a los portalones
cuyas ruinas apenas se distinguen
entre tantas criaturas inmóviles.
Te espero aquí, mientras te deshaces
en los volcanes y sus verdes nubes.
Te espero y deambulo con el geógrafo que llegó del infierno
mediado por tumultos.
Le descifro el antiguo pueblo cubierto ahora por yerbas agrestes
y mejillones más salados que un viento de través
sentido siempre en nuestra sangre.
Los cables queman a distancia.
Todavía con la espadaña en ristre
la cúpula yace desplomada
sus viejos maderos se deshacen en polvo
y el mangle no florece.
María hija del mar
Nadie puede desprenderse de ti
de tu nombre que significa arenas y navegaciones
ni siquiera cuando la estrella está más alta.
El fuego reconoce a los suyos,
a los brotados de la espiga.
Las esbeltas siluetas nacidas de los humos
no sobreviven en las grandes borrascas
son apenas nombradas por un murmullo grácil.
Y así eres en medio de los nacimientos
guiada por la que se oculta entre flores
y decide contigo los designios del delfín y el velero.
Nadie, María de la Mar,
puede apartar la cara del sudeste
sin alabar el leve corazón que despierta
junto a la ciudad que como tú se adorna con gladiolos
y creces como el vino, llena de música y de límites
y de luces rientes
donde presides como sacerdotisa los misterios salados.
Alfredo Vanín (Saija, 1950) ha publicado libros de poemas como Cimarrón e Islario. <<< Volver |