Francisco Massiani |
Mediodía del trópico Señor de la ternura Ya no podría entrar en ti Ya no podría entrar en ti En la hora del odio Es el momento de los cigarrillos multiplicados con la misma acidez O cuando la lluvia inicia su paseo matutino O cuando te desprecias O cuando es en la tarde y el sol está rojo de vergüenza O cuando es de mañana y vuelve el día con sus O cuando más gustes desgraciado Y escribes poesías ¿Qué será de los hermosos gallos que alguna vez cuando llegamos a Cádiz enloquecieron la lógica del tiempo y de la naturaleza al trepar los cuatrocientos cantando como una sola voz temblorosa y febril al destartalado Virginia del Churruca? Qué broma más hermosa resultaba la del divino Padre al encender de cantos dorados el mar eterno a nuestros pies y uno que confiaba siempre en la historia del mundo redondo los gatos so felinos y un canario cuando canta se le dice que trina. Seguramente no desconocen la mirada de un joven burlón que se bañaba de cerveza cuando el horizonte era a la vez más lejano y más palpable en el infinito. Seguramente recordarán la mirada de una mujer dorada por el sol del invierno que ahora se empapaba de la gloria de ser adueñada por el cobre caribe. ¡Ah! Y los gritos de júbilo si algún puerto nos buscaba con los ojos y entonces era seguramente de noche y los marineros hinchaban el pecho con el recuerdo de alguna mujer, de alguna punta sabía que los esperaba. Virginia del Churruca, disparatado barquitucho con cuatrocientos gallos a cuestas, un poeta descalabradamente irracional y una mujer que lo perseguía día y noche para que no se zambullera otra vez en una nueva odisea de tragos. Loco y los gallos cantando y el mar temblando alrededor de peces y vacas flotantes y si, hay que recordarlo, al vagabundo dueño del bisturí que decía haber amado a cientos de mujeres en viajes tan increíbles como el de los gallos marinos. Deux roug ordinaire Difícil será olvidar la pareja de ancianas que vendían flores en la rue Vaugirard. Se situaban frente a la entrada del Metro. Una era Janine, alta, usaba una bata de sacerdote y el cabello era tan suave y blanco como el más delicado algodón. La otra, diminuta, enana la pobre, fumaba y arrojaba su humo de locomotora y tosía y cuidaba de sus flores tanto que lamentaba venderlas, porque eran sus hijas, su familia, lo único hermoso que poseía; así como la vieja Janine cuidaba de la perra del café de los ancianos. Eran muy amigas las dos y conversaban mucho mientras se frotaban las manos, rojas, sangrientas, por el invierno. Las dos botando el humo del calor de la boca, la enana con el calor de la boca o el humo del cigarro. Y las dos, “¡Mon Dieu, il fait froid, n’est pas!”. Las flores y la perra. Una extraña familia para esas solitarias viejecitas de la de rue Vaugirard. Lo más curioso es que la enana vendía muy poco sus flores, y parecía muy agradecida de la providencia cuando, junto con la hermosa Janine, recogían las rosas, las dalias, las margaritas, y volvían al café, “¡Mon Dieu, il fait froid!”, frotándose las manos heridas de frío, a buscar el calor del café de los ancianos donde esperaba la petite de Janine, acostada, parida como para reproducir centenares de petits en todo París, ansiosa del tierno sucre, Vien ma petite, ma pouvre petite, tien ma petite, darle su terroncito a la pobre y vieja perra. “Deux roug ordinaire, Monsieur”. Francisco Massiani (Caracas, 1944), vivió parte de su niñez y adolescencia en Chile y residió durante varios años en París. Es autor de la novela Piedra de mar (1968), considerada un clásico de la narrativa venezolana contemporánea. Este año obtuvo el Premio de la Fundación para la Cultura Urbana de Caracas, por su libro de relatos Florencio y los pajaritos de Angelina su mujer (2005). De forma paralela a la escritura Massiani ha desarrollado una reconocida trayectoria como dibujante . Arquitrave Editores publicará el año que viene una Antología de sus poemas con un prólogo de Rodrigo Blanco Calderón. |