Las dos acacias
Entre estas dos acacias que se miran ha de pasar la tarde.
He elegido este sitio para mi corazón, esta raíz oscura de manzano, a orillas de este río al que me acerco
como todos los días.
Junto al agua que ya me reconoce, que ya estaba aquí antes,
que me ofrece de nuevo este silencio,
casi todo interior.
Estoy aquí, sentado, preparando un paisaje
sólo para mis ojos, buscando en las canciones
que ya apenas distingo de los pájaros
una razón distinta. Diciéndome a mí mismo
que en los alrededores de la vida
aún puede oírse a veces
el crecimiento silencioso de la maleza.
Es un lugar sencillo, un paisaje de una única línea.
Es al atardecer cuando las cosas
recuperan la imagen
que vive en nuestros ojos en la piedad de un sueño.
Mi alma crece ahora por lados
que he sabido mantener en secreto,
por estas pocas ramas que he podado sin ruido.
Entre una sombra y otra,
entre estas dos acacias que se miran,
pasarán otras sombras,
seguirá oscureciendo hasta el instante
en que la misma densidad de la noche
sea una forma de luz,
el principio de algo.
El pan y la sal
De una casa a otra se enviaban saludos,
las cintas de humo azul de los hogares
y, con las filtraciones de las primeras luces,
algunas nubes lentas.
Entre una casa y otra los silencios
eran ruidos de platos,
una flor esmaltada en unas tazas, el murmullo
de las copas de vidrio.
Desde hace algunos años
es un pueblo vacío,
uno de esos lugares que ya no necesita del crepúsculo.
Los muros de las casas
se han ido acostumbrando
al desfallecimiento, a los rigores
de las viejas moreras, de las parras silvestres.
En medio de las plazas,
al final de las calles, las sombras de las cosas
permanecen inmóviles,
nos hablan desde fuera del tiempo.
Ahora el cielo está quieto como un campo sin nada,
como el hombre sentado que lo mira.
Como el que en la maleza
busca aún las canciones perdidas de los niños,
algunas nubes lentas para la intimidad,
para el regreso.
El final del camino
El final del camino es un inmenso lago.
Más allá, los reflejos
antiguos de las aguas
se hacen indistinguibles de las nubes,
del descenso rasante de los pájaros.
El ruido de las nubes nos ha hecho mirar,
ese murmullo del agua cuando nace.
Los árboles, los matorrales bajos,
nuestros propios reflejos
permanecen inmóviles sobre su superficie,
suspendidos,
entregados quizás a otra manera
más lenta de vivir.
Pero esto no es la vida,
es un presentimiento de la vida.
Después de recorrer durante años
un camino sin fondo, nos hemos dado cuenta
de que estábamos solos,
y en la mitad de un sueño.
El final del camino es un inmenso lago.
No es el agua que fluye, no. La eternidad
siempre ha sido un estanque.
Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), ha colaborado en numerosas revistas literarias españolas y de otras culturas. Es Premio Jaime Gil de Biedma y hasta hace poco dirigió el Aula Literaria José María Valverde de su pueblo.
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