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Acerca de Ignacio Escobar: apostillas de un Outsider
Hay un mito que vale alimentar dando fuelle cuando la gente olvida que los poetas son los únicos hombres que no transigieron, cuando tantos creemos que corrieron la suerte de los dinosaurios, que se extinguieron, que son petróleo. Siempre, en todos los países, habrá un poeta outsider, (más anónimo que público) que ilumine el camino a los desesperados, y si no lo hay, habrá que inventarlo. Hoy lo tienen en España: Leopoldo María Panero. Y en Chile: Nicanor Parra. Miserables ellos sin no saben verlos. En la década de los noventas hubo uno público en Colombia: Raúl Gómez Jattin. En los cincuentas, uno inédito: Carlos Obregón Borrero. En los setentas uno casi secreto. Pero si de Jattin se ha sublimado todo hasta elevarlo a la altura de un mito loco al mejor estilo de Antonin Artaud, de Obregón Borrero se sabe muy poco y del último prácticamente nada.
Se llamaba Ignacio Escobar, y si siguiera vivo lo habrían expulsado de todas las antologías, de todos los partidos, de todos los clanes. Él, en consecuencia, se habría convertido en uno de los columnistas contradictores de este país asesino, se habría desgastado en la repetición de cientos de artículos sobre la necia realidad nacional, así como cientos de columnas sobre sus dos pasatiempos preferidos: la pintura y los toros; y sería el celebrado autor de un libro de memorias donde denigrara de su pasado. Eso. Pero dio la casualidad de que lo mataron en una plaza de toros y de que pasó a la historia como un terrorista extranumerario más en la época floreciente del macartismo criollo: los años 70.
De él, y de su generación, se puede decir que tampoco hicieron la revolución.
No revolucionaron ni la política, ni el arte, ni la poesía, ni nada. Ahogados en aquellas servidumbres de izquierda que atravesaron todo el siglo veinte desde la Revolución Rusa y que se arraigaron en América Latina después del triunfo de la Revolución Cubana y el auge de la Revolución Cultural China, y que se fracturaron luego por el revisionismo foquista, el pro-maoísmo, el pro-leninismo (siendo el caldo de cultivo para muchas de las guerrillas por las cuales trasegó Colombia) ya en mitad de los años 70 se perfilan caminando hacia el fracaso. Poetas y pintores y revolucionarios que van en falso. Desgonzados. Confundiendo arte con ideología. Destruyendo carreras literarias, previendo los enemigos capitalistas en cada esquina sin fijarse en la propia vereda, del mismo modo que los contertulios de Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard advertían en cada gesto anarco de este escritor fracasado una prueba de decadentismo ideológico-burgués cada vez que abría la boca y levantaba una crítica en la Revista Alternativa. ¿Quién se creía él para criticarlo todo? ¿Un poeta?
¿Poeta él? Nadie puede ser poeta con un nombre así, tal vez pensaron. Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard… Menos en Colombia. Menos en un país donde la literatura fue tomada como el lujo favorito de cierta clase infecta de oligarquía que se aprovechó de los juegos de palabras para seguir metiendo en campos de batalla al pueblo intonso —el que no se educó— y que concentró el ejercicio de la escritura como goce exclusivista de una clase, la que sí se educó, la ínfima, la que no se parecía al país que proclamaba representar en tontos palíndromos.
Para evitarse el desprecio de su generación, Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard debió haber hecho como Pessoa, que cuando se sentía miserable y desempleado se llamaba Álvaro de Campos y cuando era pueril y aburrido Alberto Caeiro. Con eso hubiese logrado algún distanciamiento. Pero llamarse Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard a secas era adherir con esa enquistada oligarquía a la que se endilgaba el patronato de la banca y el mecenazgo de la élite cultural en Colombia. Nunca se lo perdonaron. Ni como poeta, ni como revolucionario. Pero a él le daba lo mismo ser pobre o ser rico. Hacer la revolución que no hacerla. Su única obsesión, como todos, era ser Rimbaud. Pero poco a poco, como muy pocos, se dio cuenta de que no iba a serlo. Ni él, ni ninguno de su generación. Esto lo dejó muy claro y manifiesto en esa ácida manera de hacer críticas literarias en la beligerante revista Alternativa que fundó García Márquez y Fals Borda. Allí pulverizó autores, diciendo: “quien lea la solapa y después el libro no encontrará ninguna relación entre ambos”. Y de quienes ganaron los escasos mendrugos de los premios literarios de la época: “si los dos primeros ganaron un concurso de poesía, de este libro podríamos decir que está fuera de concurso en lagartería”. Y de un gran título al que le agregaban un poema: “el título es raponeado de Antonio Machado”. Y de un poeta que en las solapas posaba con gallardía a la sombra de Aurelio Arturo: “el prestigio de derivarse de una foto del señor Aurelio Arturo, como si Arturo le hubiera contagiado algo de su genio a este bate sabanero”. Y a la hora de hablar de poemas ajenos, los que no tildó de “malísimos” le parecieron vulgares traducciones y feas paráfrasis de Tralk y de Eliot y de Pizarnik. Eso lo enemistó con su generación, al punto de ser desterrado de todas las antologías. Pero lo que a Ignacio Escobar jamás le perdonaron sus compañeros de generación fue otra cosa distinta a su disidencia y su escepticismo literario: la ambigua posición desde la que disparaba sus dardos, siendo como era “De Brigard” la última porción de su apellido, y manifestando su declaración de principios en estos términos:
“Chisme cotidiano de pequeñas capillas, la poesía en Colombia es el ejercicio sin lectores de un oficio que siempre ha sido para elites y que ahora, después de la T.V., el cine, los diarios vespertinos y los cafés concert (cover $300) no tiene un público distinto al de los poetas mismos. No obstante el peso de su sacerdocio sin fieles, en Colombia se escriben y se publican con mayor frecuencia esos volúmenes de poesía”. [1]
A pesar de todo, a pesar de pertenecer a esa clase infecta de oligarquía que se endilgaba el patronato de la banca y la política y el ejercicio del arte en Colombia, o precisamente por eso, hoy parece que tenía razón en su disidencia y en sus apostillas.
¿Por qué?
Porque la literatura colombiana de todos los tiempos (escasos 200 años) es una vergüenza, porque resulta hija bastarda de tanta poesía melindrosa, y porque a nadie representa sino a la exquisitez de esta línea de abolengos que tanto daño hicieron así en política como en poesía, y porque sus hacedores siempre la usaron para la demagogia, el divertimento esnobista, los juegos de palabras, los dichos y proverbios usados para seguir envaneciendo el discurso y seguir atrayendo a la guerra al pueblo raso, el que no se educó.
El hijo graduado en derecho y letras podía ser profesor, magistrado y escritor de gacetillas ya desde el siglo XIX, pero nunca, escritor solamente. El que anhelara ser un “poeta puro”, primero debía haber llegado al menos a ministro o vicepresidente de la república. Razón para que la Colombia de aquel siglo fuese gobernada por una caterva de leguleyos y gramáticos que se autoproclamaron poetas mientras pulían palíndromos, perdían a Panamá y arengaban las 28 guerras civiles y las 25 escaramuzas y los doscientos mil muertos con que dejaron rojo el saldo del odio para el siglo siguiente. Esto concentró el ejercicio de la literatura a una clase. La ínfima. Y a un artificio. La proclama. La literatura hija de esta moda resultó a la vuelta de los años en un catálogo de imposturas. Una simple vergüenza. Se hizo llamar romántica (tardía) y modernista (de punta), sin ser lo uno ni lo otro. Porque del romanticismo se quedaron con lo peor: el pintoresco cuadro de costumbres de la absurda realidad nacional y el mero atisbo de emociones sentimentaloides, pero nunca la defensa real del individuo de aquellos que clamaban a través del arte por un retorno a los principios de justicia de la antigua Roma. Y del modernismo se quedaron con el puro galimatías, el cosmopolitismo pos-romántico mal copiado de Francia, los poemas parafraseados y robados del ilustre Rafael Pombo, los best-seller de Vargas Vila y el cadáver del poeta Silva que a los treinta años se dio un pistoletazo en todo el centro del corazón, desconcertado por tanta mediocridad manifiesta.
Hace cien años, los políticos se aprovecharon de la poesía, y ella, indignada, se marchó de esta tierra. ¿Cuándo volvió la dama digna a tocar en gracia a un colombiano? El día que nació Gómez Játtin. El día que Carlos Obregón, a los treinta y tres años que lo alineaban con Jesucristo, despreciado por el estro vaginal de las mujeres, decide acelerar a ciento veinte por hora en una carretera sinuosa de España y termine destrozándose contra el mundo. Cuando Eduardo Zalamea, a los 17 años, después de fallar en un intento de suicidio, decide partir a Manaure y vivir cuatro años a bordo de sí mismo. Cuando Jesús Zárate, en la última página de La cárcel diga lo mejor que se ha dicho sobre la vida: “si yo no fuera loco, me volvería loco”. Cuando Gabriel García Márquez, vapuleado por la fama estéril de Cien años de soledad, asuma su crisis de ser escritor de un sólo libro o ser un escritor de verdad y empiece a escribir un relato que no se parezca a nada suyo, un relato que irá de una voz a otra —articulando la memoria colectiva, la voz popular de todos los testigos y todos los puntos de vista en un relato célebre que llamará El otoño del patriarca— y nos deja así la altura más impecable de técnica literaria que hayamos tenido. Cuando cerca de la página mil del manuscrito, Héctor Rojas Herazo se despreocupe de su osadía —que nadie leerá—, entre en trance y siga escribiendo su magnum opus Celia se pudre. Cuando Fernando Vallejo encuentre en su propia experiencia vital —y en la enjundiosa memoria de un Medellín ya inexistente— el cauce por el que rueda El río del tiempo. Cuando Andrés Caicedo, después de caminar aquel 4 de Marzo con el primer ejemplar de su novela debajo del brazo, vuelva a casa, se tome sesenta pastillas de seconal y muera sobre su máquina de escribir con la última inscripción de tono bíblico donde anuncia que para ser feliz hay que ser ignorante: “Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos será el reino de los cielos”.
Y una vez más: cuando el anónimo poeta Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard, “segundo hijo de una rancia familia de santafereños cuyos antepasados se remontan hasta Santa Teresa de Jesús… y el mismo Libertador” cuando él, digo, sea ametrallado por terrorista y como terrorista pase a la historia que no como poeta.
Ahí estuvo entonces la poesía. Por estos actos aparentemente demenciales, los novelistas se hicieron poetas; los poetas, narradores; los narradores, místicos; los fracasados mitos, y así abortaron un poco este desastre.
De ese fracaso llamado Ignacio Escobar pretenden hacer ahora un mito.
También de una imposibilidad puede salir un mito.
Con los poetas a veces hay que esperar siglos para que al fin aparezca uno que a la orilla del camino donde avanzan los apestados pueda ocurrir lo que dice Gelman ocurre cuando hay poesía: un árbol sin hojas que da sombra.
A veces, cuando no aparece, hay que inventárselo.
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1. -Véase también: Alternativa, Bogotá, número 95, Agosto 23 al 30 de 1976.
Daniel Ferreira
Daniel Ferreira (San Vicente de Chucurí, 1981), hizo estudios para Matancero en Grado Sumo en el Colegio de Patafísica de París. Autor de la Pentalogía Infame de Colombia, cuyos dos primeros volúmenes se han publicado bajo el sello Una hoguera para que arda Goya, ha coleccionado en los últimos años toda clase de objetos inútiles como libros de poesía, cadáveres exquisitos, biografías vivas, etc., y ha sido curador, chivo expiatorio y/o guardia de seguridad en el Museo 20 de Julio de La Candelaria y el Prado en Madrid. Actualmente alterna su residencia entre Belgrado, Manaos y Budapest, evitando así problemas fiscales, derivados de su comercio con el Arte en regiones del tercer mundo. Hace algunos meses recibió, por correo urbano, una notificación del Tribunal Sicalíptico de La Haya, que anunciaba el fin de su último matrimonio con una chica de Supia, tierra de gatilleros y comerciantes en oro. Experto por omisión en diatribas y viperinesis, redacta una apostilla semanal en www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com Ha recibido premios innombrables, como el Qafqa de las Letras o el Orondo y Cobo de la Real Academia Colombiana de la Lengua Española.
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