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Arnaldo Calveyra
Todos los años, ya entrada la primavera, Arnaldo Calveyra viene de visita a Buenos Aires. Lo acompaña Monique Tur, una mujer inteligentísima e intrépida, a quien Calveyra conoció en París en 1963 y de la que no se separó desde entonces. Suelen instalarse en un ascético monoambiente, sobre Maipú a media cuadra de la avenida Córdoba, que les presta un amigo pintor. Allí, incansablemente, recibe gente: periodistas, amigos y poetas de todas las edades. A medida que pasan los días, el ambiente va poblándose de libros de distintos los tamaños y espesores, ofrendas que le dejan los visitantes.
Conocí a Calveyra hace alrededor de diez años, por intermedio de un amigo común. Desde ese primer encuentro, la imagen del poeta como alguien que participa a medias del mundo adquirió para mí una consistencia dramática y definitiva. No me pareció -sigue sin parecerme- completamente humano y, de hecho, me sorprende que su generosidad desarmante haya podido sobrevivir entre los hombres. Compartíamos además la predilección por la música de Robert Schumann y Franz Schubert, dos compositores con los que su poesía tiene varios puntos en común; sobre todo, el ritmo y cierta discreta originalidad: uno no suele darse cuenta de lo gastadas que pueden estar algunas combinatorias del idioma, del abaratamiento de las palabras, hasta que llega un poeta como él y muestra que todo puede ser de otro modo.
Calveyra es un poeta feliz, lo que no quiere decir que no haya tristeza en muchos de sus textos (la felicidad y la tristeza no necesariamente se excluyen). "Transforma en felicidad todo lo que toca", comentó acerca de él la escritora italiana Cristina Campo. "Ni cuando fui desdichado fui desdichado", me dijo una vez. "La felicidad para mí es la liviandad, pasar livianamente por el mundo, sin lastre." Más allá de sus poemas, su felicidad y su libertad nos interpelan. No mantiene, como mucha otra gente, relaciones instrumentales; es decir, relaciones funcionales a la obtención de cierto beneficio. Vive entregado a las cosas y los seres. Y es un corresponsal desde la felicidad. Esa figura de poeta alcanzó su aspecto más visible el año pasado, después de la presentación de su Poesía reunida, el libro que anudó por fin todos sus libros, repartidos en varias editoriales y países. Esa noche, el público se acercaba no solamente para pedirle el previsible autógrafo sino, sencillamente, para tocarle la mano con devoción.
Hace un tiempo, me escribió: "Espero que la mañana sea amable y que podamos vernos pronto, ya que se ve que estamos hechos para eso, para vernos y conversar, llenarnos de noticias de nosotros y buscar luego un lugar apartado de la tribu donde meditar sobre lo dicho y lo intuido". La conversación con Calveyra es una especie de reunión permanente que se prolonga aun cuando está en París. A pesar de los catorce mil kilómetros de distancia, el hilo nunca se corta y cada charla (telefónica o por correo electrónico) retoma alguna anterior (no hace falta saber cuál) a partir de sobrentendidos y, justamente, de intuiciones.
Matías Serra Bradford ha descrito su astucia en la desorientación, su honesta manera de "hacerse el sonso". Calveyra puede quedarse durante largos segundos mirando, por ejemplo, una caja llena de escombros y uno no se atreve a preguntar qué encuentra. No hay, sin embargo, simulación. El mundo lo asombra y, en cierto modo, constituye una especie de objeto de estudio. Por eso sería un error creer que está distraído. Más bien es probable lo contrario, que nosotros estamos distraídos de las cosas a las que él les presta atención. Es seguro que nos estamos perdiendo algo. Por suerte, ahí están sus poemas, que esperan, siempre esperan, el momento en que estemos listos para escuchar esas palabras que quieren decirnos algo. Porque después de todo, como él mismo diría, siempre amanece en sus libros.
Arnaldo Calveyra nació en Mansilla (Entre Ríos), en 1929, pero vive desde hace casi 50 años en París. Escribe en castellano, pero la mayoría de sus libros se publicaron primero en francés. Hasta no hace mucho, era un poeta prácticamente desconocido en el país. En gran medida lo sigue siendo, aunque textos suyos como Diario del fumigador de guardia, que tardó 32 años en terminar, o el asombroso El maizal del gregoriano están entre lo mejor que ha dado la poesía argentina. La edición local, en el 2008, de su Poesía reunida, puso su obra al alcance de todos los lectores. Ahora, a los 81 años, acaba de publicar El cuaderno griego .
Pablo Gianera
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