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The 2010 Cartagena Hay Festival
One
Algunos colombianos ven cierto cinismo en el hecho de que Cartagena sea la sede del Hay Festival.
Les parece que el evento contribuye a que la opinión pública soslaye las precariedades de una población que nada en excrementos. Son conscientes de que hay una contradicción en presentar como plaza de los mejores productos del espíritu humano a una ciudad que ejemplifica la indignidad colombiana y los dramas tercermundistas: la segregación racial, el turismo sexual, la desigualdad social, los abusos del Estado y la corrupción política.
Pero el hecho de que Cartagena sea una ciudad prostituida, analfabeta e injusta, no implica que tenga que serlo siempre y exclusivamente. Y es improbable que la situación de la ciudad mejorara si dejara de celebrarse allí el encuentro de escritores, que da a los cartageneros al menos algo que mirar, y a quienes tienen los medios para asistir a sus coloquios más interesantes, la oportunidad de informarse y encontrar nuevas inquietudes.
Sin embargo, creo que el festival tendría más consecuencia si hiciera honor a su carácter intelectual suscitando una reflexión sobre sí mismo. Si los participantes, después de conversar en público con sus colegas, escribieran, por ejemplo, sobre el significado que tiene la visita de los autores más vendidos del mundo a una ciudad calamitosa; si trazaran una relación entre la decadencia actual de las poblaciones del Caribe y la literatura que éstas inspiraron a premios Nobel del pasado reciente (desde García Márquez y Naipaul al propio Rushdie); si estudiaran el tratamiento que se da a los intelectuales como estrellas del espectáculo y miembros de un gremio festivo; si indagaran sobre la literatura como elemento de estatus en un país con un nivel bajo de educación; si se preguntaran qué sentido político tiene un despliegue de hospitalidad cultural por parte de un país que sufre una guerra interna; si observaran cuál ha sido el cambio que ha sufrido América Latina en el imaginario literario desde que, por ejemplo, Salman Rushdie viajara a Nicaragua invitado por el sandinismo (y luego escribiera un libro sobre su experiencia, La sonrisa del jaguar) hasta hoy, cuando el mismo autor viene invitado a un país latinoamericano que encabeza la lista de los violadores de los derechos humanos.
La experiencia del Hay Festival también podría dar lugar a piezas literarias que retrataran el espectáculo secundario que ofrecen sus participantes y asistentes. La sátira encontraría una fuente de inspiración en la solemnidad, la autosatisfacción y el exhibicionismo, en la adulación, en las roscas de la cultura nacional y en las tristes ansias de los colombianos de codearse con gente importante. Quizás como material literario, el Hay rendiría sus mejores frutos. Pero la mayoría de los artistas, por razones nobles y también pragmáticas, preferirán no hacer de sus generosos anfitriones objeto de su escrutinio.
Two
Tengo una libreta en la que copio frases disonantes que oigo por ahí.
El domingo pasado, en el Parque del Virrey en Bogotá, un embolador me pidió que le dejara espulgar mi perra “porque hace tiempos que no sueño con pulguitas, que son de buena suerte para el trabajo”. Y el martes, en las aguas de la Avenida Jiménez, un mendigo lavaba su camisa con papas fritas. Golpeó el talego de papas contra el pavimento y, cuando su contenido quedó bien molido, lo derramó sobre el harapo y restregó como si lavara con jabón en polvo. Vio que yo miraba, y “pura elegancia, mona”, me explicó.
El resto de mis anotaciones de la semana pasada reproducen frases acerca del Hay Festival. No son disonantes por insólitas, como las de arriba, sino por hueras: son las consagradas frases de cajón de la prensa cultural. El adjetivo omnipresente en los artículos de los que las extraje es “importante”. El festival es “el más importante del continente” y sus invitados son “los escritores más importantes del planeta”. La prensa no describe en qué consisten estas importancias, pues lo importante es que el lector sepa que gente poco importante como él está viendo en vivo, en Cartagena, a gente importante. Y me parece que eso disuena, pues la gente importante a quien el festival presenta en vivo ha elegido un oficio cuya esencia es no estar en vivo: la escritura.
Dice la prensa que “el Hay Festival es un plan obligatorio para quienes se interesan en la literatura”. Me pregunto qué les aportaría, por ejemplo, a mis estudiantes de literatura, la asistencia al festival. La prensa me responde que “en el festival es común ver a escritores charlando en cafés, plazas y restaurantes”, y que las 600 personas que acudieron el jueves al teatro Heredia a oír hablar a uno de los invitados “se sintieron parte de la visita, como si estuvieran en la sala de su casa”. De modo que el acto literario tiene lugar entre un autor y un seguidor o un espectador que oye a hurtadillas en un café o aplaude en un teatro. Y el efecto del acto literario es que el fan se sienta en casa. Pues bien, otra cosa es la que saben los lectores: que el contacto literario sucede entre un lector o un oyente y un texto literario, y que su efecto es lo contrario de quedarse en la propia casa.
El Hay Festival no me parece condenable por elitista, como a otros críticos. De hecho, no lo encuentro elitista sino arribista, y lo que me parece es sobre todo aburridor, a juzgar por lo que reporta la prensa cultural, que de las charlas del jueves rescataba la siguiente máxima, dicha por uno de los invitados “más importantes” del certamen: “la vida se compone de una mezcla de tragedia y humor”. Importante revelación.
Al señalar que una especie de superchería subyace al Hay Festival, y al recordar que las actividades de la literatura son la escritura y la lectura (y no de autógrafos), me siento entrometida, como si le señalara a aquel otro que las papas fritas, a pesar de su “elegancia”, no le van a dejar limpia la prenda. Pero me tomo el atrevimiento porque me preocupa que se crea que el hecho de que Cartagena sea sucursal de un festival literario alivia en alguna medida la condición, más bien harapienta, del fomento a la lectura en nuestro país.
Carolina Sanín
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