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La sabia senectud de Caballero Bonald
Como “lúcida y sabia poesía de senectud” describía Luis García Jambrina, en su prólogo a Años y libros (Universidad de Salamanca, 2004), el puñado de poemas inéditos en libro que cerraba aquella antología, y que ahora reencontramos en este Manual de infractores, último poemario de José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926). La edad, efectivamente, tiene una amplia presencia en esta nueva entrega. El poeta no sólo reflexiona insistentemente sobre diversos aspectos de la ancianidad y el paso del tiempo, en poemas tan lúcidos como “Tratado de anatomía” (un desolado texto sobre “las mermas sucesivas de los años”) o “Arrabal de senectud”; y no sólo abunda en esa vertiente reflexiva y esa pretensión de balance vital que parecen connaturales a los poemarios escritos por poetas de edad avanzada; además de esto, Manual de infractores es, también, un rico muestrario de las muchas sorpresas y bondades que puede depararnos un poeta con pleno dominio de sus recursos y una sorprendente flexibilidad para pasar de sus registros más característicos a otros verdaderamente novedosos. En eso también se nota el saber acumulado con los años.
Hay, en efecto, en este libro, abundante acarreo de los modos, maneras, recursos e incluso la inconfundible fraseología que el poeta jerezano ha prodigado en obras anteriores: en ese sentido, el libro no oculta sus marcas de fábrica, e incluso roza en algún momento lo autoparódico; pero también hay algunas discretas novedades, poco llamativas, e incluso diríase que voluntariamente dispersas y disimuladas, pero que acaban deparando al lector atento el gozo del hallazgo y la sensación de estar ante el milagro de un lenguaje que alcanza a renovarse al borde de su extenuación. Y es esta tensión entre la recuperada frescura y el regreso a las viejas querencias lo que presta a este Manual de infractores su tono característico, y lo que verdaderamente da sentido a su título.
Y es que, por mucho que algunos críticos insistan en ello, por “infracciones” no hemos de entender aquí los reiterados guiños de protesta sociopolítica e inconformismo ideológico que emanan de algunos poemas. Cierto que éstos no dan lugar a dudas en cuanto a sus intenciones: “Necios contiguos” o “Secta” son sátiras contra esa rancia carcundia que representa el lado más oscuro y cerril de la vida española, mientras que “Una pregunta” y “Terror preventivo” apuntan a las graves cuestiones morales que plantean ciertos asuntos de actualidad candente, tales como la guerra de Irak. Pero esos poemas no constituyen “infracciones” de ningún código, sino meras expresiones de pareceres que el poeta, tan riguroso en otras ocasiones contra toda infiltración de lo ocasional en su poesía, ahora puede y quiere permitirse. He ahí la verdadera infracción: el poeta hace ahora lo que le da la gana, y lo hace con una envidiable alegría de escribir y una notoria soltura ganada a la experiencia. En esa alegría de escribir, decimos, comparecen citas de clásicos, insertadas a modo de “collage” en el discurso propio, o incursiones en registros bastante alejados de los que constituyen su modo más característico. Así, el poema que abre el libro, “Summae vitae”, se resuelve mediante una evocadora enumeración de circunstancias biográficas, con una sencillez y transparencia no habituales en el autor: compárese “la lluvia en la lucerna / de un cuarto triste de París, / la sombra rosa de los flamboyanes / engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey”, en este poema, con esa “Sedienta luz calcárea / que repta entre Damasco y Namaniyya”, de “Atajo del tiempo”, donde el poeta vuelve por sus fueros.
Novedosa es también la presencia de ciertos motivos plásticos desarrollados con la sensibilidad analítica de un Juan Gris o un Morandi, en poemas como “Blanco” o “Mirada del vidrio”. También lo es el recurso a un atemperado surrealismo: “El cansancio es también un carrusel vacío”. Y, si no del todo novedosa, si parece más palmaria ahora la oposición entre aquellos poemas que problematizan la memoria y, consecuentemente, ponen en cuestión la propia consistencia del individuo que la sustenta, y aquellos en los que el recuerdo se asume sin mediaciones, con toda su capacidad evocadora: al primer grupo pertenecerían poemas como “Introspección”, con sus problemáticos “intramuros / fugaces de la desmemoria”, o el ya aludido “Atajo del tiempo”, mientras que poemas como “Azotea” o “La clave venturosa de la vida” buscan la emoción en la pura evocación de los escenarios concretos de determinadas experiencias, sin filtros previos que mediaticen o cuestionen la descarga sentimental que emana de ellas.
Otros registros podrían enumerarse a favor de la singular riqueza tonal de este libro. Así, poemas como “Doble ventana” se resuelven mediante el procedimiento predominante en el libro anterior a éste, Diario de Argónida(1997): el apunte paisajístico conducente a una reflexión moral; mientras que otros, como “Principio de deducción”, renuncian a toda envoltura circunstancial para buscar la sequedad del aforismo o el postulado teórico. La contraposición de tonos y procedimientos, así como la recurrencia a estilos y asuntos pertenecientes a distintas épocas de la trayectoria del poeta, dan a este libro, decíamos, carácter de resumen y balance, suma y sigue vital y literario al mismo tiempo. Aunque, como en toda auténtica poesía, lo vital termina imponiéndose a lo literario, como puede verse en la emoción y convicción que destilan estos versos de “Desacuerdos póstumos”: “qué belleza / rememorar tantas razones / aventadas, los rostros queridísimos, / las procelosas noches, las zozobras / primeras del amor, los días / tan veloces de la infelicidad, / aquel pródigo modo de incubar el olvido”. No conozco a ningún otro poeta que se haya atrevido a llamar “veloces” a los días infelices. He ahí otra enseñanza de la sabia senectud: hasta la infelicidad parece fugaz.
José Manuel Caballero Bonald: Manual de infractores (2005)
José Manuel Benítez Ariza |