Un festival de poesía (y una bomba dentro de él)



Poesía y política en el Festival de Medellín

Carta abierta a Fernando Rendón
Open Letter to Fernando Rendon
Från Colombia,  Poesifestivalen

Como cada año, habría una tregua durante el festival de poesía. Guerrillas y contraguerrillas, militares y paramilitares, policías y sicarios, suspendían por dos semanas los cobros de sus impuestos puerta a puerta. Enfrentados durante más de una década, se ponían de acuerdo por una vez, y la pausa equivalía a Navidad (reventaban a bombazos las fiestas navideñas), al Día de las Madres o a la celebración de los Fieles Difuntos. Pero lo más extraño era que dedicaran tantos miramientos a unas lecturas públicas de poemas, a la presencia en la ciudad de un grupo de escritores de distintas lenguas.
     Asistían al festival (como ocurre casi siempre en esta clase de eventos) verdaderos reincidentes. Uno de ellos contó cómo había sido secuestrado en una cita anterior: lo obligaron a subir a un camión en compañía de otros dos poetas, encapuchados y maniatados los tres y, cuando el traqueteo del viaje terminó y vieron de nuevo la luz del día o lo que quedaba de esa luz, se encontraron en medio de una tropa que los había hecho traer sólo para escucharles sus poemas. Tan rara hospitalidad incluyó un banquete, atención multitudinaria a la lectura, varias preguntas acerca del oficio de escribir, vuelta a ser encapuchados, y traslado hasta el centro de la ciudad, hasta la misma esquina donde fueran interceptados.
     La vida en el país resultaba difícil. Pero lo había sido aún más algunos años antes, cuando los bares tenían que cerrar en cuanto anochecía, y cualquier parranda extendida más allá de las nueve terminaba a ráfaga limpia. (Las balas salpicaban a los parroquianos del mismo modo que, en un mundo más pacífico, los salpicaba el agua de fregar el piso.)
     Durante la primera noche del festival se habló de bares ametrallados y de secuestradores amantes de la literatura. La tregua de aquellas dos semanas era cosa segura. Ya podría uno dejarse ir por las voces de quienes leían, por el hielo flotante en los tragos, por las nubes de marihuana que dibujaban otras copas a los árboles de las plazas.
     Fue entonces que explotó la bomba. No afectó a ninguno de los poetas invitados, no ocurrió en una lectura. (Aunque no he vuelto por allá, coincido de vez en cuando con otros invitados, intercambiamos nuestras fechas como si fuésemos graduados de un mismo colegio, y les aviso que estuve allí el mismo año en que reventaron la estatua de Botero.)
     Celebraban un concurso de bailadores en una plaza. Cientos de parejas se esforzaban alrededor de estatuas de Botero. Había, entre aquellas esculturas, una paloma gorda. Quienes pusieron la bomba debieron elegirla por lo simbólico. ¿Tregua? ¿Querían paz? Pues ya dinamitaban su símbolo... Las esquirlas de bronce volaron en todas direcciones. Los muertos, creo recordar, ascendieron a veintitantos.
     En los días que siguieron, las lecturas poéticas se hicieron actos de comprometimiento. Al entusiasmo desmedido que caracterizaba a aquel público, vino a agregarse más entusiasmo aún. La atmósfera era tan insoportable como si continúaran las explosiones. Llegó a exigírsele a la poesía labores de rescate. Tal idea, sin embargo, no partió del público (¡incluso de aquel público!), sino de algún poeta. Tal vez, uno de los reincidentes. Le tocaba leer, pidió un minuto de silencio por la gente caída, y descubrió que podía endosar aquel efecto al que pudiera conseguir con sus poemas.
     ¿Y qué otra cosa iba a hacer quien viniera detrás? La poesía alcanzaba por fin una misión civil, cobraba un sentido.
     En los días que siguieron no ocurrió más violencia, pero el festival avanzaba hacia su clausura como si un director de escena reclamara cada vez mayor patetismo. Era vertiginoso lo que se urdía allí entre poetas y público. Era (llegué a sentirlo) nauseabundo. Contemplé a toda la gente reunida en el anfiteatro la noche de clausura, y no pude dejar de preguntarme por la resaca que les aguardaba. ¿Qué ocurriría en ellos, con todo ese entusiasmo, al volver a la guerra al día siguiente?
    Para los poetas extranjeros no cabía, por supuesto, interrogante igual. El viejo poeta que dejara a su mujer enferma, volvía a casa para enfrentarse con la muerte de ella. Dos que compartieron lectura iban a reencontrarse en un congreso la semana próxima. Yo sentía un entusiasmo no muy distinto al que mostraban mis colegas. Me sentí, a veces, en el mismo trance. Pero llegué a entenderlo como gran impostura: cotorreábamos alrededor de una desgracia que ni siquiera nos había rozado, el público jaleaba nuestros trabajos de duelo.
     Y creí defenderme apuntando en un cuaderno:

“Frente a veinte o dos mil, el error es el mismo. El público no existe. Lo que llamamos público a la hora de planear una lectura de poemas en voz alta, se resquebraja poco a poco y deja, incluso, de sostenerse como idea.
     Frente a veinte o dos mil, el error es el mismo.
     Afirmarlo a la salida de un local de veinte personas reunidas puede que sea comprensible, ya que el poeta se hace perdonar su frustración de ese modo, farfulla disculpas para ese fracaso de sólo veinte personas ante sus poemas. (Veinte que, encima, son también poetas, amigos comprometidos. Y una idea estricta de público no admitiría ni siquiera a conocidos de vista: el público ha de ser lo desconocido.) Con sus aplausos, esos veinte no han conseguido aplacar nada. Da igual lo inteligente que haya podido parecer su escucha, igual si se acercaron a dejar alguna observación pertinente. Hicieron su silencio, crearon en la hondura de la sala la hondura de personas que saben escuchar y, ¿de qué sirve? Llegarían a dar sus sangres, la sangre de ellos veinte en un tonel de homenaje al poeta, y no valdría de mucho.
     (Por el comienzo de un ensayo suyo, se sabe lo que decía Válery a Mallarmé: "¿siente usted esto: que hay en cada ciudad de Francia un joven secreto que se haría despedazar por sus versos?"... Un joven secreto, ahí está el público en su estado más puro. Y podemos conjeturar lo que Mallarmé contestaba: “¿y a mí de que me vale?”)
     Afirmar que el público no existe, cuando un anfiteatro reune varios miles de personas, parece preocupante. ¿Qué se quiere al final? ¿Es que nunca el poeta va a quedarse conforme? Aplausos y el resplandor de las fotografías, flores traídas de regalo, peticiones de autógrafos, invitaciones, atención, ¿no resultan suficiente? ¿Qué se pretende entonces al leer poemas en público? ¿Qué expectativa es ésa que no se calma ni con el sacrificio, el joven secreto presto a dejarse despedazar?
     Parece ser que lo que el poeta entrega en una lectura pública son palabras sin eco posible, saludos sin respuestas. Y no lo sabe hasta después, hasta que acaba, o se engaña con desmemoria, inconsciencia o ilusión pasajera. Reincide en éso de leer para otros, y a la puerta lo espera su propia depresión. Sus pasos al salir son los de quien viene de un cementerio, de ciertas entrevistas con el médico o el abogado. Son los pasos primeros al despertar de una tremenda borrachera, pasos de perdido, de vacío. (Mallarmé tuvo que andar así al mismo tiempo que Válery lo consolaba). Se tiene entonces la sensación de haber sido timado, porque muy rara vez alguien escucha.
     Las lecturas públicas son las misas de quienes no frecuentan iglesias, los conciertos de quienes no se atreven a la música clásica. Es en ellas, gracias a la voz venida al parecer desde el fondo de un cubo (la pobre entonación de los poetas), donde mejor se piensa y se ejercita la pupila. Un cabello, un pliegue o un recuerdo crecen. Se reconoce con alegría (al fin una jugosa ocupación) el desperfecto en el corte de una uña o un hilo desprendido de costuras. La atención vuela a metros de allí, y la mirada escapa por cualquier ventana, y a lo que permanece aún en las sillas, a ese grupo de muertos vivos, de zombies para la poesía, es a lo que se llama, con cortesía, público. Ni melómanos ni religiosos practicantes, acuden a las lecturas públicas como lo harían a conciertos e iglesias, para tener unos minutos de concentración en silencio. La poesía, sea dicho como un cumplido, los deja absortos.
     ¿Qué puede esperarse entonces de una lectura de poemas sino, de un lado y otro, desconfianza y desánimo? Alguien ha prometido que dirá en voz alta sus poemas. Es decir: que echará frente a un grupo de personas un poco de aire, que al escucharlo tendrán el aire con que el autor respira. La desilusión explica luego todos esos gestos apurados por conseguir alguna traza del poeta: fotografías, autógrafos... El autor, por su parte, se sabe autor de estafa, estafado él mismo por una voz, unos poemas, que son intransferibles.

Después de haberse prometido todo y nada, los dos lados terminan como amantes despechados. La poesía, que suele originarse gracias a un malentendido, no hace otra cosa que acrecentar ese malentendido en las lecturas públicas. Y escribo esta nota dentro de un festival de poesía, un poco antes de comenzar mi lectura.”

Antonio José Ponte