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Desde el primero y alucinante verso:
Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
hasta su última y desconcertante estrofa:
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.
Muerte de Narciso ofrece un tiempo más mítico que histórico, un poeta asombrado que vive por y para la belleza. Lezama Lima quiso, como Narciso, penetrar en su propia imagen y al conocer, hacerse unidad en el río del venir. De allí que su obra sea un espejo donde constante se fuga un Narciso. El lector las retiene para sí como la sustancia del poema.
Su poesía, hermética y densa, evoca oscuras praderas, invisibles jardines y grandes puentes hasta alcanzar un mundo trascendente más allá del visible. El tema de la y su relación con el cuerpo, de lo que no existe con lo que debe ser, es quizás el asunto central de sus búsquedas a través de la poesía. Algunos de los poemas de Enemigo rumor son piezas de antología, joyas de la lengua y el concepto.
Poeta católico, creía en un sistema poético mediante el cual podemos salvarnos gracias a la poesía. El hombre, desterrado de la infancia, —el paraíso—, y perdido en el mundo, —la vida adulta—, sólo puede salvarse en los mundos que ofrece el poema.
«Yo creo —dijo a Alvarez Bravo en 1968— que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis ».
Y en la carta que escribió como prólogo a la misma obra sostiene que,
“Por la imagen (es decir la poesía) el hombre recupera su naturaleza, vence el destierro, adquiere la unidad como núcleo resistente entre lo que asciende hasta la forma y desciende a las profundidades.
La publicación de Paradiso (1966) ofreció al mundo una de las más extraordinarias novelas. La primera mitad de esta voluminosa obra, —de catorce capítulos divididos en dos mitades desiguales de siete y ocho, con un eje divisorio, el octavo—, describe la niñez de José Cemí en una especie de subsuelo edípico, que alimenta las florecientes pasiones lujuriosas del joven con un contrapunteo donde las comidas y sus rituales, desde la preparación hasta su ingestión, ocupan un lugar central. A partir de la segunda parte, cuando Cemí entra en la adolescencia, es una discusión sobre el sentido del universo; una configuración sin mesura del mundo tan ambiciosa como los Specula de la Edad de la fe, cuando el mundo era apenas símbolo e imagen del espíritu y la idea, “más realidad que la cosa misma” ; una búsqueda de las razones de la amistad, entendida como eterno coloquio; de la poesía y sus visiones, y de la homosexualidad. Es, también, una jugosa crónica de La Habana de comienzos de siglo y un vasto poema de la historia cubana, con retratos de un grupo social de antes de la revolución castrista, a través de una galería familiar donde sobresale la madre, homenaje que intenta crear un lugar donde ella brille y esté para siempre, como quiso Dante con Beatriz.
La visión central de la historia es la gracia que precede a la categorización de las cosas, la separación de lo individual de lo universal, de la imaginación de la acción, un paraíso bíblico con retoques del paraíso dantesco. Porque más allá de los recuerdos de infancia y los decorados realistas de la vida habanera de comienzos de siglo, Cemí debe alcanzar el paraíso, la poesía, así la realidad sea la deleznable dictadura de Machado y las luchas de obreros y campesinos para derrocarla. Cemí debe hacer un viaje a través de las inmensas coordenadas de los sistemas poéticos antes que pueda oír la música de las esferas celestes. Obra de erudición que cita con abundancia y sin rigor de Dante, Pitágoras, Plotino, Goethe, Nietzsche, Rimbaud y Lao Zi. Uno de sus capítulos es una disputa entre Fronesis y Foción sobre los orígenes de la homosexualidad a la manera de las discusiones medievales, y sus páginas están llenas de referencias a las grandes tradiciones herméticas de Egipto, Europa, Asia y el mundo precolombino.
Lezama Lima presentó con un detalle inusual las relaciones eróticas y de lecho entre hombres y discute, en varios lugares, la legitimidad del homosexualismo apoyándose en autoridades clásicas como Platón o cristianas como Agustín, que si bien no aceptan la variante sexual, tampoco le conceden un lugar muy profundo en la escala de valores del pecado. Pero Paradiso no ampara la homosexualidad, la discute, en el preciso sentido medieval: “es el examen de una cuestión donde toman parte varias personas y donde cada una suministra ideas y observaciones a fin de llegar a un solución satisfactoria”. Cemí, Foción y Fronesis parten de la sospecha de que antes de la heterosexualidad hubo un estado cuando la humanidad se reproducía como los árboles, desprendiendo una rama para engendrar otro árbol: la androginia. Lezama Lima ilustra los debates con crudos y poéticos ayuntamientos entre machos a fin de mostrar cómo el cristianismo rompió para siempre con las parejas que había inventado el esplendor griego. “Los griegos –dice Cemí a Fronesis- inventaron la pareja de todas las cosas, pero el cristiano puede decir, desde la flor hasta el falo, este es el dedo de Dios”.
La búsqueda del padre, desde los caminos de la muerte para recuperar las formas invisibles de las honduras de la realidad, ocupa al muchacho a través del libro: Cemí en la escuela y la universidad, en sus iniciaciones sexuales y su amistad con el tranquilo Fronesis y el atormentado Foción. Foción, enamorado sin correspondencia de Fronesis, enloquece y muere electrocutado por un rayo. Privado de sus amigos, Cemí es iniciado en la sabiduría por Oppiano Licario, una figura misteriosa que se materializa en los momentos decisivos del libro, realización alegórica de Cemí y Lezama, donde se reflejan y recogen la radiación de las ideas y el conocimiento, “especie de doctor Fausto, de ente tibetano, el hombre vive en la ciudad de la estalactita, que significa Eros de la absoluta lejanía, donde se confunde lo irreal y lo real en ideal lontananza”, todo ello en medio de un mundo alucinatorio y fantástico que está siempre a punto de saltar en una reunión o en la confrontación de eventos.
Como Lezama Lima, Cemí es habanero, padece de asma desde la infancia, es hijo de un militar, huérfano de padre a los diez años, adorador de su madre, estudiante rebelde en la época de la tiranía de Machado, propenso a imaginar visiones y a ver el mundo bajo un sistema de metáforas. Según el Retrato de José Cemí hecho por Lezama Lima:
No libró ningún combate, pues jadear
fue la costumbre establecida entre su hálito
y la brisa o la tempestad.
Su nombre es también Thelema Semi,
su voluntad puede buscar un cuerpo
en la sombra, la sombra de un árbol
y el árbol que está a la entrada del Infierno.
Fue fiel a Orfeo y a Proserpina.
Reverenció a sus amigos, a la melodía,
ya la que se oculta, o la que hace temblar
en el estío a las hojas.
El arte lo acompaño todos los días,
la naturaleza le regaló su calma y su fiebre.
Calmosos como la noche,
la fiebre le hizo agotar la sed
en ríos sumergidos,
pues él buscaba un río y no un camino.
Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha,
pudo oírle a Pascal:
los ríos son caminos que andan.
Así todo lo que creyó en la fiebre,
lo comprendió después calmosamente.
Es en lo que cree, está donde conoce,
entre una columna de aire y la piedra del sacrificio.
Lo más deslumbrante de la novela es su lenguaje, un barroco sin igual desde Góngora e incluso superior al modelo gracias a la rara claridad que ofrecen sus giros sintácticos. Lezama Lima lee el mundo desde la cultura con una sabiduría delirante de historia y arqueología, con una riqueza imaginaria que ordena el desmesurado manantial de la memoria.
Harold Alvarado Tenorio |