Oh país mío, tan triste es la estación
que ha llegado el tiempo de hablarse en señas,
Escribía el poeta haitiano Anthony Phelps a finales de la década del sesenta en su vibrante poema Mon pays que voici. Phelps, nacido en Puerto Príncipe en 1928, ya por entonces había publicado dos libros fundamentales para entender la poesía haitiana contemporánea: Éclats de silence, en 1962, y el que da nombre al poema antes citado, en 1968. Había pasado años en las infernales prisiones del duvalierismo, iniciando unos años atrás su exilio en Canadá, el cual se remontaría hasta mediados de los ochenta; era parte de esa generación de poetas cuya voz había surgido casi al mismo tiempo que la llegada del torvo Francois Duvalier, y al igual que sus compañeros, había elegido convertir su poesía en un arma y su obra en la denuncia del régimen que hacía padecer horrores medievales al pueblo haitiano.
Quién no duda ante el esfuerzo por cumplir
ante la ostentación de un mundo por construir o reconstruir
cuando la podredumbre febril lo roe hasta su síntesis
hasta su profundo desdoblamiento.
Se preguntaba Rony Lescouflair en la cárcel, donde había ido a parar por sus poemas contra el auto nombrado presidente vitalicio, el que mandó erigir un enorme panel en la bahía de Puerto Príncipe compuesto por gigantescas letras rojas donde se leía esta frase pronunciada en alguno de sus inacabables y paranoicos discursos: “Yo soy la bandera haitiana, una e indivisible”, aquel que un día lo mandó matar mediante su brutal policía al darse cuenta que ni las amenazas ni las torturas podían silenciar sus llamados de pasar a la acción para destronar al opresor:
“No basta tener sed para hacer brotar la fuente. Es necesario escarbar la tierra hasta lo más profundo de sus entrañas, y con los propios dedos”.
La poesía haitiana coincidía en que había temas urgentes que tratar, y que no sólo era su misión describirlos sino ser parte activa del cambio de las cosas. Rehuyó el puro lamento y el miserabilismo –al menos en sus poetas más destacados- y el terror la volvió lúcida, aguda y muchas veces hasta paródica, en un intento de reflejar una realidad que a veces no se podía tomar de otra manera:
Tres veces cantó el gallo;
Pedro no traicionó:
se hizo diplomático,
Escribió Lescouflair unos meses antes de convertirse en uno de los tantos mártires que la poesía haitiana cuenta en sus filas.
Lescouflair no dejó una obra muy amplia, pero sí un libro rotundo, Notre amour, le temps, les espaces, de 1965, que marca una época en la resistencia literaria de su país. Luego de su muerte, Notre amour… se convertiría en uno de los poemarios haitianos más reeditados de las siguientes décadas, y los versos que contiene tornarían en cantos de batalla para los intelectuales y estudiantes en la oposición:
Tengo la angustia de las tinieblas en mi nuca
Tengo el calor de los golpes
ignorado bajo mi piel.
Que se levante al fin el sol
y ahuyente mi miedo.
La historia es parecida con otro poeta y narrador víctima de las huestes de Papá doc, Jacques Stephen Alexis (1922–1961), que a pesar de haber desaparecido bastante joven dejó un par de novelas ya clásicas en Haití y Francia, Mi hermano, el general sol y Les Arbres Musiciens, además de una gran cantidad de poemas de corte izquierdista, entre las que destacan algunas piezas conformadas por imágenes despojadas que sin necesidad de propaganda retratan notablemente el inhumano estilo de vida del ciudadano haitiano. Es interesante que la dictadura, de alguna manera bastante retorcida, eso sí, haya intentado combatir la poesía de estos y otros autores con una lírica ínfima, mesiánica y totalitaria. A finales de los cincuenta la Imprenta Nacional distribuyó elegantes folletos en cuyos forros aparecía la bandera del país con el rostro de Duvalier. En la publicación se incluían cánticos y poemas divididos en secciones tituladas Sacramentos Duvalieristas, Los Diez Mandamientos del Duvalierismo, Actas de Fe y Esperanza de Papá Doc, Letanías a la gloria del Presidente Vitalicio. Ningún tirano de América fue tan lejos en su voluntad de deificarse.
Porque vivió más que la mayoría de sus compañeros y tuvo tiempo para forjar con paciencia una obra personal y sólida, además de poseer un talento poco común, Anthony Phelps es aquel que con mayor fortuna repasa en sus libros el destino de Haití en el tiempo de la dictadura de Duvalier y su tormentosa historia posterior. Durante los setenta entregó el bellísimo Motifs pour le temps saisonnier, de1976, donde encontramos la confirmación de una madurez y el hallazgo de una serenidad contemplativa que busca soluciones ante una autocracia que se va eternizando:
Todo un pueblo agobiado de silencio
Se desplaza en el mutismo arcilloso de los abismos
e inscribiéndose en las retinas
el movimiento verbalista reemplaza al verbo
Dondequiera la vida se queda en suspenso.
Su mejor libro es Orquídea negra, publicado un año después de la caída del hijo de Duvalier. Es uno de los pocos libros de Phelps que se han traducido íntegramente al español, gracias a la editorial mexicana Plural. Ayer me puse a hojearlo, luego de releer las noticias del terremoto que ha destruido Puerto Príncipe y las principales ciudades haitianas. Contrastar la esperanza de los versos de poemas como “Tipografía Celeste” con las imágenes de estos días ha sido, quizá, una forma de rezo, una invocación por una tregua para una nación a la que desde su fundación le resulta imposible dejar de sufrir.