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Prostitución y libertad
Nuestra cultura está habituada a denigrar la prostitución. El oficio más viejo del mundo nunca ha cesado, como dice el tópico y, a la par, nunca han parado los dicterios: andas como puta por rastrojo, se dice de quien se arrastra hecho una pena. Con todo, los burdeles fueron legales en España hasta 1956 (y dicen que Franco los prohibió por la presión católica, él tan casto y creyente) y tengo la sensación de que muchos de nuestros padres --caballeros de intachable pedigrí-- debieron hacer sus primeras guardias de Venus en ellos.
Los primeros ataques serios contra la prostitución vinieron del cristianismo y de la noción de pecado. Si el sexo (fuera del matrimonio) es malo y es pecado, vivir del sexo será peor. Degenerado, ínfimo. Pero uno de los códigos donde al cristianismo se le ve su propio partido --su propio puritanismo-- radica en la categorización que realiza de las partes del cuerpo humano. La cabeza o las manos son partes nobles, en tanto que los genitales o partes pudendas, aunque función del mismo conjunto, son partes ocultables, malas. Así, quien alquila sus manos para trabajar (y no digamos quien alquila su cerebro) es una persona como es debido que cumple el bíblico mandato: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente". Pero, claro, quien alquila el sexo (aunque parte del mismo cuerpo, materia de la misma materia) se empecata y es abyecto o abyecta. ¿Un laico puede creer en estas teológicas divisiones de la carne?
La más moderna objeción contra la prostitución se cubre de un manto más razonable y humanista, aunque parcialmente, no menos cegato. ¿No es condenable el tráfico de seres humanos? ¿La explotación sexual de las mujeres? Se ha llegado a hablar de las "modernas esclavas". ¿No habrá que estar contra ello? Evidentemente, sí, a no ser que quien realice ese trabajo sea mayor de edad, sepa lo que hace y lo quiera. Es decir, afirme (como en la asociación Hetaira): "Yo quiero ser puta". Y entonces, ¿por qué no, dejando a un lado los prejuicios cristianos?
Tengo para mí que lo que más asusta a los bienpensantes del poder (que ahora la han tomado con la prostitución) es entrever que si el oficio fuera regulado y libre, el número de oficiantas (y oficiantes) no sólo no disminuiría, sino que acaso aumentara. Hablo de una prostitución regulada, vigilada por la policía y por la sanidad, no expuesta a la innecesaria exhibición de la calle, pagando impuestos, y donde únicamente estaría --como es lógico-- quien libremente quisiera estar, sin proxenetas ni extorsiones o engaños. Ningún engaño: quien está quiere estar, incluso puede firmarlo ante la autoridad competente. Esto a muchos, religiosos y laicos, les da miedo, porque siguen pensando como las burguesas del siglo XIX que "el sexo es una guarrería".
Algunos menos pacatos (aunque la mayoría hoy no reconocerá serlo) preguntará con sorpresa: "Hablas de la prostitución como de un oficio, se diría que incluso como de una vocación. ¿Crees, en serio, que alguien puede querer acostarse con cualquiera? ¿Es ello una vocación?" No, desde luego. O mejor dicho, mayoritariamente, no. Es una necesidad. La de ganar dinero para vivir, en un mundo en que (si aún cabe decirlo) el dinero es cada vez más importante, porque bien sabemos que lo puede todo. Vocación, no, aunque algunas Mesalinas hay. Pero, ahora respóndeme tú: ¿es una vocación ser albañil, ser picador en una mina, limpiar suelos, trabajar en una fábrica de producción en serie, colocando siempre el mismo botón o el mismo tornillo? No, en ninguno de tales puestos (y de muchos más que podría añadir) hay vocación ninguna.
Por eso el trabajo se hace tan cuesta arriba. Las circunstancias de la vida --su tan general injusticia-- ponen diariamente a muchos ante el dilema de ganársela, sencillamente, como sea. O mejor: como puedan. Y llegados a ese trance tan común como nada ideal, hay bastantes personas (algo les acompañará el físico, y mucho la juventud) que antes que ser empleada del hogar, asistenta u obrera en una fábrica, como suena --sin falso escándalo--, prefieren ser putas. No es ninguna maravilla, pero si se lo montan con cierta cabeza y no caen en el submundo que siempre rodea lo prohibido, ganan mucho más que las otras. Es así. Tan lícito me parece decir que no, que nada te interesa eso, como (libremente) decir que sí.
Defiendo la libertad. Y eso quiere decir que la prostitución debe ser regulada y permitida, para que desaparezcan lacras que ciertamente la rodean: desde la peor trata de blancas a la necesidad de hacer la calle, bajo el frío o bajo la solana. Entiendo que haya gente que no quiera ver putas haciendo su oficio por la calle y que aludan a la salvaguarda de la niñez. Por supuesto. Todo eso desaparecería con la legalización del oficio. Ni habría mujeres engañadas, ni hombres abusadores, ni sórdidos espectáculos callejeros. Habría mujeres --u hombres-- que lícitamente trabajarían alquilando su sexo, como otros alquilamos otras partes de nuestro cuerpo. Y nada más. Y eso (pese a los cristianos y a otros puritanos de más moderna intención) es libertad. Porque libertad --lo dijo Aristóteles-- es elegir. Pero a nuestro subconsciente le cuesta olvidar lo que aprendimos en san Agustín: "Obedecer a Dios es libertad". Pero eso es religión, no civismo.
Me dirán, finalmente, que en un mundo perfecto, en un mundo bien hecho, no existiría la prostitución, porque todos libremente hallaríamos el amor y el goce. Estoy plenamente de acuerdo. Pero ese mundo ideal aún no ha llegado (y no parece que vayamos por el buen camino), y por eso hay oferta y hay demanda, y por lo mismo hemos hablado, con no siempre merecido desdén, del oficio más viejo del mundo.
Luís Antonio de Villena
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