El víacrucis feliz de Derek Walcott en el caribe colombiano

Derek Walcott llegó a Barranquilla en la hora en que se escucha la voz del crepúsculo. La ciudad estaba tranquila, casi paralizada frente a los televisores por el partido de fútbol internacional que había provocado, para facilitar la afluencia de automóviles al estadio, el cierre, en una de sus direcciones, de la principal vía de acceso a la ciudad.

El avión aterrizó en el aeropuerto Ernesto Cortissoz de Soledad a las cuatro y cuarto de la tarde. Minutos después, acompañado de su tercera esposa, su ex alumna Sigrid Nama (galerista de arte en Nueva York, una holandesa de origen alemán que habla cuatro idiomas y quien hubiera vivido en Bogotá de no interponerse problemas de inmigración cuando sus padres, huyendo de la guerra, quisieron residenciarse en la capital de este país), Walcott salió por la puerta lateral de los pasajeros preferenciales. Allí los esperaba la comitiva de recepción con las escarapelas para evitar las colas y agilizar los trámites del ingreso a Colombia.

Vestida de blusa negra con florecitas y pantalón color curuba, magister en Ciencia Política y admitida para el doctorado en Relaciones Internacionales en Cambridge, responsable de las Relaciones Internacionales del Plan Caribe de la Vicepresidencia de la República, Marcela Londoño, caribeña nacida en Bogotá, fue la encargada de recibirlo junto con Ana María Aponte, de la Vicepresidencia, Camilo, guardaespaldas, y Shirley, la motociclista con la misión de seguirlo y de cuidarlo, a sol y a sombra, en cada desplazamiento por las recalentadas calles curramberas.

Tras la presentación de rigor, con besos incluidos y los cumplidos de siempre, el honor de tenerlo, etc., mientras Camilo y Ana María se fueron a buscar las maletas, Sigrid comunicó su presentimiento: ?Estamos casi seguros de que el equipaje no está aquí?. Si habían llegado a Barranquilla era por puro milagro y gracias a la obstinación de Sigrid ya que el avión americano que los traía de Nueva York llegó retrasado a Miami, cuando se vencía el tiempo de la conexión, pero Sigrid, con todos los papeles oficiales ?cartas de invitación, agenda de actividades- en la mano, se acercó a las autoridades aeroportuarias y les explicó que tenían un compromiso con la Vicepresidencia de Colombia, y que la culpa sería de ellas si no paraban la salida del vuelo a Barranquilla. Aunque detuvieron el despegue del avión, no hubo tiempo para el transbordo de los equipajes.

Al rato regresaron Camilo y Ana María con la previsible mala noticia: las maletas llegarían el viernes a las 10 de la mañana. Por fortuna, Sigrid, precavida, traía un equipaje de mano con elementos de urgencia ?interiores, cosméticos-, pero deberían salir volando hacia un almacén para conseguir al menos una corbata marrón que le combinara a Derek con la chompa y la camisa color carmelita. Fue entonces cuando llegó la avalancha de los reporteros gráficos con sus flashes cargados y Walcott, con su voz de setenta y un años y el cansancio acumulado de los tormentosos cambios de avión y la terrible tensión ante el inminente incumplimiento con un compromiso trascendental, les dijo: ?Yo no puedo permanecer aquí si antes no voy al baño?. Shirley lo acompañó. Cuando Walcott regresó, ya con el rostro del alivio, Marcela, un tanto temerosa y tensa por las advertencias recibidas sobre el Nobel como persona quisquillosa y cascarrabias, le comentó la intención de los periodistas de formularle unas preguntas. Walcott la interrumpió:

-¿Y tú, cómo te llamas?

Marcela (desconcertada porque se había comunicado con Walcott desde los primeros contactos telefónicos ?con frecuencia monosilábicos-, cuando el viaje del autor de El viajero afortunado a Barranquilla era sólo una ilusión vicepresidencial, y le había escrito numerosas cartas y le había dado todas las indicaciones del viaje, cómo así que ahora ni del nombre se acordaba), le respondió con toda la diplomacia del caso:
-Marcela Londoño.
-El mío es Derek.
-¿Quiere decir que puedo llamarlo Derek?
-Claro. Yo no te voy a decir Miss Londoño.

Fue como si alguien hubiera sacado un punzón potente para partir en pedacitos un intruso hielo que impedía el fluir de la comunicación. Los corazones antes intranquilos regresaron al sosiego de las palpitaciones cordiales. Eternizados todos en las primeras fotografías (mientras una bocanada juguetona de viento caliente como un vaho animal le anunciaba a los árboles y a los pitirris y a los goleros del aeropuerto la llegada del bardo de las islas de los huracanes), se dirigieron hacia ¿La Cariñosa?, la burbujita van del diario barranquillero El Heraldo, la única blindada y con vidrios polarizados en la ciudad, por lo que el periódico se ha acostumbrado a prestarla cuando vienen visitantes ilustres. Nada formal ni solemne, más bien introvertido, de pocas palabras o de muchos silencios, Walcott se sentó en la silla delantera, al lado de Jose, el conductor, y tras sacarlas de un carcaj invisible, disparó las primeras flechas caribes de su ironía contundente:

-Váyanse ustedes atrás con Sigrid, yo me quedo adelante. Creo que voy a aburrirme muchísimo en Barranquilla con estas mujeres tan feas de funcionarias. Apenas arrancó el carro, Marcela le entregó las dos carpetas preparadas en la alta noche anterior con toda la información del evento, los horarios, el programa, la guía para orientarse en la sede de la Feria, la agenda personal del Nobel y una edición de lujo con portada de múltiples azules (?Aquí, la única guerra es una guerra/ de silencio entre el cielo azul y el mar?[1]) de Biografía del Caribe de Germán Arciniegas, hecha por la Presidencia de la República con prólogo de Gustavo Bell. A partir de ese instante como un dolor de cabeza sutil pero incisivo, la gran preocupación de Walcott sería el protocolo. Marcela le informó asimismo que el Vicepresidente había invitado al embajador de Colombia en Jamaica, el doctor en Historia Alfonso Múnera, gran conocedor del Caribe, para que lo acompañara durante su estada en la ciudad y que, si Walcott lo deseaba, podría viajar con él a Cartagena el sábado. Al escuchar el nombre de la ciudad amurallada y colonial, el poeta debió recordar por un brevísimo momento el pasaje de Omeros en el que se menciona una retortijada botella de vino, con costras de oro falso, perteneciente al museo de la isleta, posiblemente proveniente de un galeón al que un huracán arrastró desde el puerto de Cartagena. Pero en seguida regresó, como en una pesadilla, a la conduerma del protocolo.

Cerrada por el partido la vía Circunvalar -tugurios tristes, moteles de amor furtivo, desfile de carros de mula y de llanterías tétricas-, el auto se internó en Barranquilla por el portillo semindustrial de la Calle de las Vacas -avenida central de robles rosados y almendros garciamarquianos, madererías, fábricas de refrescos y de hielo, a lado y lado-. Desviando la mirada del entorno, Walcott se volvió hacia Marcela:

-Supongo que habrá un protocolo. ¿Cómo le tengo que decir al Vicepresidente? ¿Señor Vicepresidente de la República de Colombia? ¿Su eminencia? ¿Y a los demás? Anótamelos en una lista, porque no me voy a acordar. Antes de llegar al hotel, el auto se detuvo en el centro comercial Villa Country para que Sigrid y Ana María se bajaran a buscar la corbata para la ceremonia. Derek permaneció en el carro: ?¿Y la Ministra de Cultura es una mujer? ¡Qué maravilla! ¿Y después habrá coctel o cena? Me imagino una larga mesa con viejitos gordos con bigotes y vestidos de paño hablando a gritos?. Y, envuelta en una carcajada franca y sonora, de oreja a oreja, la frase: ?No me digas que a eso me trajiste a Colombia?. Cuando le trajeron la corbata, la tomó en sus manos, ?qué bonita?, y se la tiró a Sigrid. Mientras el minibús atravesaba las calles solitarias y silenciosas de una ciudad sumida en el suspenso futbolero, Walcott volvió sobre el tema: ?Pero, cómo es que le tengo que decir al Vicepresidente? ¿Su Excelencia? ¿Por qué no Gus?? A los Walcott les gustó la habitación pequeña, acogedora y cómoda con dos baños en la suite presidencial: así podrían estar listos mucho más rápido. Al bajar a la recepción, los esperaba Alfonso Múnera, lector leal de la difícil poesía del Nobel en inglés desde cuando Gustavo Bell se la regaló completa, para cuya comprensión ha ido acumulando una colección de diccionarios de todo tipo, pero en especial de modismos caribeños. Marcela los presentó y de inmediato surgió una corriente cálida entre los dos caribeños que incluso se parecen físicamente y habrían de ser confundidos en no pocas ocasiones tanto en Barranquilla, la Bella, como en Cartagena de Indias y Mulatas. En ese momento llamó el Vicepresidente y la comitiva, eufórica, todo perfecto, excelente, están felices. ?No nos vamos de una vez. Tomemos un refresco en la piscina? ?propuso Walcott. Pidieron una limonada y no se la habían bebido cuando el Vicepresidente volvió a llamar para avisarles que no había afán y que podían llegar cinco minutos antes de la iniciación del evento.

En el camino hacia la Feria algo que le llamó la atención a Walcott y le produjo nuevas carcajadas fueron los edificios cuyos nombres estaban precedidos por la palabra ?edificio? Edificio Josefa, Edificio Miss Universo: ?Esto es realismo mágico. A los edificios y las casas los marcan como en Cien años de soledad. ¿Así es con todos los objetos? El ingreso a la sede de la Feria, no fue fácil. Tuvieron que abrirse paso entre una multitud abigarrada -bajo los altos cocoteros de sombra inútil del frente y al lado de los laureles recién podados en medio de la ardorosa algarabía nocturna de los grillos indiscretos- que bregaba por entrar al recinto. Adentro no cabía ni un alfiler flaco. Allí estaba el gremio de los libreros y editores y las autoridades académicas y toda la burocracia cultural y la intelectualidad barranquillera: mucha gente encorbatada, empolvada y con mancornas y leontina y camisas acartonadas con anacrónico almidón, pero la mayoría informal, mucha guayabera amarilla, mucha franela fresca de playa, mucho amansaloco, mucho zapato blanco, mucha mochilachimila y escotes esculturales y modas de muerte lenta.

Al entrar Walcott se topó de frente con una pared en la que resaltaba la imagen de dos libros gigantescos, cada uno con un círculo en la portada, en los que se destacaban respectivamente los rostros nada noveles de García Márquez y Derek Walcott. En el segundo piso los esperaba el Vicepresidente en una salita en la que permanecieron unos minutos, hasta la hora acordada para empezar. Al ver a Ana María, le preguntó entre risas: ?¿Si ves cómo soy de generoso que mando a dos cachacas a recibir al Nobel??. Y Walcott: ?Esto es Caribe como Santa Lucía: como regresar a casa, para nosotros que venimos de New York?. Y bajaron. En la instalación no pudo dejar de aludirse al partido de fútbol y sus posibles consecuencias pedestres: de ganar el Junior habría que olvidarse al día siguiente del titular de primera página para la Feria. Tras varios discursos, en verdad breves, le entregaron a Walcott las llaves de la ciudad y una medalla con la cinta de la bandera de Colombia en la que aparecía su apellido Walcot (sic). Al dirigirse al público, el poeta de Santa Lucía confesó su perplejidad: ?¿Qué hago yo aquí entre tanta gente importante??. Asimismo olvidó todas las recomendaciones preliminares: ?De lo primero que me hablaron cuando me bajé del avión fue del protocolo, una retahíla de nombres que me hizo entrar en pánico y solo me acuerdo de Mr. Vicepresident y de Mme. Ministro de Cultura y no más. Ustedes saben lo que les quiero decir?.

No se había previsto la traducción simultánea y mucha gente del público se quedó sin entender lo que Walcott había dicho en su inglés clásico, caribeñizado a punta de mar y humor y conciencia de lo propio, pero sin ostentaciones ni resentimientos atávicos ni odios arcaicos. Por fortuna, para la prensa barranquillera, el periodista, escritor y cineasta Heriberto Fiorillo estaba detrás del parlante donde los reporteros de El Heraldo tenían sus diminutas grabadoras y les tradujo las palabras del Nobel. Así pudo salir la reseña del día siguiente. La ceremonia inaugural se cerró al ritmo del Caribe con la presentación de un grupo cubano de danzas -vistosos vestidos de colores alegres, eléctricos y movimientos llenos de gracia y erotismo, que Sigrid disfrutó bastante -pese al cansancio del largo y accidentado viaje-, y que el alcalde de la ciudad aprovechó para escabullirse y ver, en vivo y en directo, el partido del Junior.

Esa primera noche, la comida fue en el hotel, bajo un techo que termina en un palo de mango: sopa de pescado con pan caliente. Y Walcott: ?Esto es perfecto, lo que yo quería?. De vez en cuando caían al piso los mangos de manzanita maduros tumbados por la brisa abrasadora de la noche y al reventarse inventaban islas volcánicas y dulces rodeadas por un mar mínimo y amarillo. Al llegar el Vice y el embajador, Walcott les comentó que con las de ese día eran cuatro las llaves que atesoraba: Texas, Barranquilla y dos más, y que estaba muy contento porque ya podía entrar a Barranquilla. Durante la cena, los temas de conversación recurrentes fueron la historia de Cartagena y la obra de García Márquez.

III Viernes en la mañana con Streap - tease verbal

Cuando el poeta y novelista Alvaro Miranda bajó al restaurante, se encontró en el ascensor lleno de espejos con el cuentista y novelista Roberto Burgos Cantor y con Alvaro Rodríguez, el poeta que tradujo de manera admirable (elogiada entre otros por Luis Rafael Sánchez) El reino del caimito, sin conocer el mar y sin hablar inglés. Los tres se sentaron a desayunar frente a la piscina. Roberto vio entonces como una aparición fugaz la estampa o la pinta y el aguaje de un peleador de peso pesado, bigotudo y en uso de buen retiro, caminando en silenciosos tenis de color rapé, muy parecido al de las fotos del Nobel de
literatura de 1992. Cuando quiso decirle a sus compañeros ?Miren, ése es Walcott?, la imagen había desaparecido. ?¿Será la misma fantasía de querer verlo cerca?? ? se preguntó, no sin preocupación, el autor de El patio de los vientos perdidos. Y en ese instante la visión volvió. Sí, era el poeta Derek Walcott quien, como un parroquiano más, había ido a servirse su desayuno de cereales y regresaba con el plato en la mano a sentarse en la mesa que daba contra la puerta grande de entrada al comedor. ?Allá está y está solo, ¿Qué hacemos? Quedémonos acá y después nos acercamos?, propuso Alvaro Miranda. El escritor Oscar Collazos y el narrador e historiador venezolano Luis Britto García, que habían terminado de desayunar en una mesa contigua, se pasaron a la de los Alvaro. Tras un rato de cháchara, Oscar Collazos se preguntó si el Premio Nobel no querría más bien permanecer solitario, y con Britto se levantó y se fueron al interior del hotel, mientras Alvaro Miranda, tras rendirle homenaje a la mujer afrocolombiana que los había atendido de maravilla, decidía: ?Carajo, no dejemos al viejo solo?. Los tres se acercaron a la mesa y Walcott les hizo señas de que se sentaran. Allí estuvieron como media hora.

Al principio trataron de ayudar a solucionar un problema con el mesero quien le echaba muy poca leche al café que a Walcott le gusta más bien blanco. El poeta trataba de orientar al hombre del hotel mediante movimientos de los brazos y las manos que recordaban a un director de orquesta. Cuando el café encontró su color exacto, una leve manchita sobre el fondo níveo, Walcott empuñó las manos a la altura del pecho y luego las bajó como quien concluye la dirección de una sinfonía tropical color de leche con café. Luego se inició una conversación un tanto lenta porque el inglés de los tres escritores sumado no daba para un diálogo fluido hasta cuando llegó Heriberto Fiorillo con su inglés citadino curtido en Nueva York y saludó a Walcott como a un viejo amigo y, en adelante, la charla avanzó sin traspiés a través de una traducción simultánea muy ágil.

No obstante, de entrada, Walcott sometió a Fiorillo a una prueba de resistencia al soltarle una de sus habituales y risueñas descargas de provocación: ?Yo soy muchos años mayor que tú. ¿Por qué te me acercas con esa confianza que no te he dado? ¿Tú de dónde eres?? Cuando Fiorillo le contestó que barranquillero, Walcott le dijo que era el primer barranquillero que conocía, pero casi inmediatamente corrigió: ?No, el segundo; el primero fue Gustavo Bell?.

Y se puso a contar cuatro chistes sobre la fama de los neoyorquinos de ser gente áspera y agresiva, siempre estresada y pensando que todo el que se les acerca los va a atacar, pese a lo cual Walcott, tras vivir siete años en Nueva York, afirma que no cambia a esa ciudad por otra. El primero fue el de una trinitaria recién llegada que, llorando inconsolable porque le habían robado una cadena, se acerca a decírselo a un negro que estaba arreglando la calle y éste, con la indiferencia del que se ha acostumbrado a semejante suceso de rutina, lo
único que le dice es ?And so?? (?¿Y qué??). El segundo, fue el de un japonés que se le acercó a una judía en la 5ª Avenida: ?¿Podría decirme donde queda el Carnegie Hall?? y ésta le contesta: ?Si sigues así vas a conseguir Pearl Harbor?. El tercero fue el del tipo que se bajó del avión y tras deambular un rato se le acerca a otro y le pregunta dónde queda la Librería Macondo y éste exclama ?¿Pero, por qué a mí??. El cuarto fue el de una ancianita que llevaba un buen rato tratando de atravesar una avenida y pasa un taxi y la golpea en la cadera y la manda contra la acera contraria y el taxista saca la cara y le grita: ?Ya llegaste?.

Cuando los escritores colombianos le preguntaron si no tenía inconveniente en firmarles los ejemplares de El reino del caimito, !Walcott les contestó que no, pero que cuánto le iban a pagar, que cada firma valía 15 dólares y a Roberto Burgos Cantor por firmar con dos apellidos le cobraría el doble. Antes de autografiarles el libro le preguntó a Fiorillo: ?¿Qué tan buenos escritores son estos tipos? (?How good are they?)?Una pregunta pringamosera le soltó Walcott a los caribeños: cómo se sentían al llegar a España, qué sentimiento les inspiraba la Madre Patria. Roberto Burgos le respondió que para ellos España no era la de las aduanas ni la de los conquistadores ávidos de oro y de carne criolla, sino la de Cervantes y El Quijote, emblema y vínculo de libertad. Walcott les preguntó también su opinión sobre la obra de Cabrera Infante a quien leía con admiración en esos momentos, encantado por el humor y los juegos de palabras y elogió El otoño del patriarcacomo la novela que, a su juicio, condensa el conocimiento del Caribe. En ese momento llegó el embajador Alfonso Múnera para acompañarlo a la Cinemateca al diálogo con el público. Cuando Walcott vio que Miranda le dedicaba la tercera edición de La risa del cuervo a Alvaro Rodríguez escribiendo con la zurda, lo miró a los ojos y le comentó: ?Tú escribes con la izquierda, eso no me gusta?.

Como al poeta Miranda lo había dejado el bus, Alfonso Múnera lo invitó a subirse en la van de la comitiva de recepción. Al verlo aproximarse, Walcott le preguntó, quizá aludiendo a sus kilos de más ?¿Y usted si puede subir? Dentro del auto, Alvaro oyó cuando Walcott le decía a Marcela, ?pero tú si eres fea, qué horribles son aquí las mujeres del poder? y Marcela, entre risas, le contestó ?¿Quieres que me baje? Atando los cabos, a Miranda le pareció que el Nobel era un hombre un poco agresivo que trataba de hacer chistes como desfogándose de las maneras protocolarias con el Vicepresidente: chistes malévolos de profesor de Universidad que se burla de sus alumnos porque llegaron muy formales y prevenidos.

Alvaro Rodríguez, encargado de entrevistar públicamente a Derek Walcott, se había preparado un cuestionario de 25 preguntas al cual se le añadieron dos más, formuladas por Fiorillo, moderador del diálogo. Se trataba de interrogantes minuciosamente elaborados que más que un recuento de anécdotas o una exposición de conceptos lo que pedían era una reflexión del escritor sobre las circunstancias de su vida. Walcott asumió cada pregunta con una gran generosidad y le dio a cada respuesta un desarrollo amplio y lleno de detalles. Por tal razón a los ciento veinte minutos de conversación (o de monólogo) apenas se habían respondido seis preguntas y el poeta estaba totalmente agotado, porque, de manera insólita, el aire acondicionado había dejado de funcionar y la gente apretujada y de pie y las cámaras filmadoras con sus lámparas calurosas fueron haciendo del recinto no un reino del caimito, sino de la humedad, un acuario de sudor y maquillajes movidos, del cual nadie tomó conciencia por las virtudes balsámicas de la voz del bardo de Castries, gran chamán de las Antillas para quien la poesía no es más que una forma de la plegaria. En la conversación se abordaron temas interesantes: su experiencia como creador de una compañía de teatro en Trinidad; la indiferencia de los gobiernos caribeños hacia la actividad artística, en vez de invertir un 50% del presupuesto en infraestructura y el otro 50% en promocionar la cultura, que es tan necesaria como un acueducto; la cara canalla del carnaval; la luminosa relación entre poesía y pintura; el incendio de Castries; la evocación de la madre; la poética de la elegía; la belleza incesante del Caribe; el gran aporte de la novela latinoamericana a la literatura universal, la percepción del tiempo circular; la ventaja de los pueblos caribeños a los que no agobia el peso de las ruinas ni paraliza la reverencia hacia el pasado porque la historia yace en el fondo del mar. Esta última apreciación suscitó la intervención un tanto airada del escritor guatemalteco Mario Monteforte, exvicepresidente de su país, un mamerto obviamente ortodoxo, quien le preguntó a Walcott si él creía que la Revolución Cubana hubiera podido hacerse bailando. Pero la formulación de la pregunta fue tan larga que Walcott, en quien la fatiga era evidente, no pudo seguirla del todo y terminó sin contestarla por completo.

El almuerzo fue en La Estación, un restaurante en el restaurado edificio de La Aduana. Walcott tenía mucha hambre y se lo comunicó a la dueña y, mientras los otros invitados llegaban y se acomodaban, fue y se metió en el corazón de la cocina, cielo cálido de fragancias criollas en sazón, donde le dieron a probar de todo lo que iban a servir. El plato era sopa de auyama con arroz con coco, patacón, ensalada de aguacate, carne en posta, plátano pícaro y limonada. Como Walcott no puede comer dulce, pues tiene problemas con el azúcar, en vez de arroz con coco le sirvieron arroz blanco, y éste le pareció ?el más delicioso arroz que he comido en mi vida?. En general había quedado encantado de todo.

Para el hombre de las Antillas no hay felicidad mayor que constatar la identidad entre el Caribe de las islas y el continental. Cada vez que conocía algo nuevo, aumentaba en él la sensación de estar regresando a casa. Cuando al volver al tema del equipaje Sigrid le preguntó a Marcela si habría llegado y Marcela comentó que eso esperaba (I hope so), Walcott lo tomó en broma y le preguntó que si desde allí podía ella sentir su olor (?Can you smell me from there??), y al levantar el brazo para simular que se olía las axilas, accidentalmente tropezó el vaso de limonada que se derramó en la ropade Sigrid antes de romperse con cristalino estruendo en el piso, al tiempo que Walcott gritaba casi con espanto: ?I?m sorry?. En el auto, de vuelta al hotel, Walcott recriminaba a Marcela, siempre en son de pereque, ?Es tu culpa?.

Al llegar al hotel le ofrecieron a Sigrid lavarle el vestido y ella estuvo a punto de decir que sí, pero después recordó que si lo hacía quedaría sin nada, pues por el percance con el equipaje era el veintiúnico.

IV Noche de viernes cultural con recital de poemas

El otro compromiso de Walcott, además del diálogo con el público, era leer sus poemas en inglés seguidos por una traducción al español leída por un poeta de la ciudad. Para esa lectura en español, Sandra Vásquez, la directora del Centro Cultural Cayena, encargada del Encuentro de Escritores del Caribe, escogió a Meira Delmar, una barranquillera de padres libaneses que ha sido como un oasis en un ámbito cultural desértico en el que ha sabido mantener, contra viento y marea, la llama de amor viva de la poesía. La escogencia era asimismo un reconocimiento a la mujer -Meira era la única escritora entre los autores invitados-, y a su ejemplar lealtad al llamado de la poesía en una ciudad donde predominan los seres alérgicos por naturaleza a la lucidez crítica de la palabra poética: los politiqueros, los dueños de tiendas y supermercados y los comerciantes habilidosos. Meira, en sus más de sesenta años de dedicación a la poesía ha creado un orbe verbal con voz propia, uno y diverso, elogiado por García Márquez, en el que se reiteran ciertos temas a lo largo de su vasta trayectoria: la familia, el paisaje, la palabra y el apego a la vida como la forma más concreta del amor.

Meira sería, pues, la anfitriona poética de Derek Walcott. Por eso, al mediodía, al terminar el conversatorio de Walcott, se había acercado al poeta con la intención de informarse sobre los poemas que se iban a leer a fin de preparar su lectura de las versiones en lengua española. El poeta le pidió que se reunieran en el hotel a las tres y media. A las tres y veintinueve minutos, cuando Meira Delmar llegó al hotel se encontró con un mensaje desconcertante, ?I´m sleeping? y estuvo a punto de marcharse, pero su complicidad de poeta y su benevolencia de anfitriona la hicieron recapacitar y esperó pacientemente el despertar del poeta invitado. Lo cierto es que tras las exhaustivas respuestas al interrogatorio de la mañana, en medio del calor húmedo, sumado al cansancio acumulado de los vuelos y los transbordos y a los setenta y un años bien vividos del poeta, éste había quedado fundido. Y le había dejado a Meira la razón de que mejor se reunieran media hora antes del recital, pero a la persona encargada de llevarle el mensaje se le había olvidado.

En el camino Sigrid comentó que en USA debían implementar la enseñanza del español como la del inglés porque así podrían favorecer un proceso que ya naturalmente se estaba dando y que contribuiría a ampliar más democráticamente la educación y los horizontes. Y empezaba a hablar de las maletas, cuando la interrumpió la risa rabelesiana de Walcott al ver en plena calle una carrera de carros de mula (?A donkey car`s race?) que iban a paso de tortuga. En medio de la carcajada, Walcott comentó que por eso debía ser que todo nos llegaba tan tarde como el equipaje, porque lo traían por ese medio?.

V Apartado prescindible: el yo de cronista asoma su cabezota descarada

Yo estaba en la puerta del salón donde se efectuaría la lectura de los poemas cuando llegó afanoso Alfonso Múnera y me preguntó si tenía a la mano un ejemplar de El reino del caimito para que Derek seleccionara los poemas que iba a leer esa noche. Le entregué mi libro y se lo llevó a Walcott.

Tras tres textos previos, nada tristes ?el saludo de la coordinadora del Encuentro de Escritores, Zandra Vásquez; la instalación oficial del mismo por el rector de la Universidad del Norte, Jesús Ferro Bayona; y la presentación protocolaria del Premio Nobel por parte de este cronista improvisado que, en ese momento era moderador de la mesa- Walcott se acercó al atril y un tanto teatral probó el micrófono preguntando a los presentes en las últimas filas si alcanzaban a escuchar bien y si estaban allí porque querían o cautivos. Una
interrogación que ya había soltado en la mañana en el interrogatorio se le volvió a salir antes del recital: ?¿Dónde estoy? ¿Yo que hago aquí? Un tanto incómodo por la avalancha cegadora de los flashes de los fotógrafos que parecían convertir el acto íntimo y concentrado de la lectura de un poema en un espectáculo casi obsceno, antes de leer el primer verso, pidió que suspendieran la tomadera de fotos, de la misma manera que los nativos de sus poemas se niegan a que los turistas les roben el alma con sus cámaras portátiles. A mi juicio estos gestos y palabras cumplieron la función de un sahumerio o ritual
purificador para salvaguardar la lectura de poemas de cualquier similitud con la actuación vitriólica de una vedette (Sigrid con frecuencia embroma a Walcott, que en el fondo es un tipo tímido, diciéndole que se está volviendo un Michael Jackson de la poesía): su efecto final fue despejar la atmósfera para favorecer el encuentro esencial con la palabra poética ?esa forma seglar de la oración, del rezo-.

Walcott acompañó su lectura con unos comentarios sobrios y pertinentes que facilitaron la aproximación a los textos al aclarar algunas alusiones, al revelar motivos genitores y posibles claves, pero sin incurrir nunca en la explicación del sentido. Al escuchar el ritmo que rige sus poemas uno entiende los acertados elogios de Joseph Brodsky al afirmar que
sus palpitantes e implacables versos han estado arribando al idioma inglés como las olas de la marea, para cuajar en un archipiélago de poemas sin los cuales el mapa de la literatura contemporánea sería tan soso como un papel tapiz. En ellos nos da un sentido del infinito encarnado en el lenguaje, como ocurre con el océano, presente siempre en sus poemas como fondo o en primer plano, como tema o ritmo. Esos poemas representan una fusión de dos versiones de infinitud: el lenguaje y el océano. El padre común de ambos elementos es, debe recordarse, el tiempo. Sin duda fue afortunado al nacer en esos confines, en ese cruce de caminos donde el idioma inglés y el Atlántico llegan en oleadas sólo para recular. El mismo esquema de movimiento ?la llegada a la playa y el regreso al horizonte- se encuentra en los versos, los pensamientos y la vida de Walcott?[2]

De igual manera, Meira hizo gala de su intuición o don adivinatorio al dar de inmediato con el tono de unos poemas que leía, y ante un público, por primera vez. Mientras la voz de Meira, laúd luminoso, serenaba el aire del repleto recinto y lo vestía de luz no usada, Walcott seguía con atenta y angustiada vista los renglones perplejos, poblados de palabras españolas que para él eran como un cuento chino.

Tan pronto como terminó su lectura, Walcott abandonó la sala, de la que el cronista no podía salir, por su papel de moderador, pese a la apremiante preocupación por el destino de su libro, cuya edición estaba agotada y sin esperanzas de reedición pues la editorial había clausurado su colección de poesía.

Apenas Luis Rafael Sánchez acabó de leer sus reflexiones sobre los rasgos de la región, en un texto profundo y sonoro como el Caribe, tan musical que, según algunos, hasta se podía bailar, el cronista, rayudo, se acercó a Múnera a preguntarle por el libro. Y hubo que salir a buscar a Walcott por los corredores hasta encontrarlo con las manos libres, vacías, y al preguntarle por el libro, verlo introducir la mano derecha en el bolsillo del saco y sacar, como un mago, del sombrero, El reino del caimito y al abrirlo encontrar en éste la dedicatoria ?To Derek Walcott from his terrified translator. A. Rodríguez Barranquilla. Mayo 10/ 01?, y al comentarle el hecho, Walcott hizo un gesto como preguntando ?¿qué más puedo hacer? y ante la solicitud del ya nada intranquilo moderador, accedió a rededicarlo.

VI Aparece el equipaje del poeta

Mientras Walcott leía sus poemas, Marcela acompañó a Sigrid a un centro comercial a comprar interiores y pantalones para el Nobel. Y en el momento en que la caja registradora soltaba el recibo y la joven que atendía lo cortaba y se lo entregaba a Sigrid junto con el vuelto, sonó el celular de Marcela y era la voz de Camilo anunciando que el equipaje acababa de llegar sano y salvo a Barranquilla.
Esa noche del viernes la cena fue en el hotel: parrillada mixta ?pollo, carne y salchichas- con arroz, jugo de tamarindo sin alcohol y sin azúcar, ensalada, arroz blanco y patacón.

VII Sabado en cartagena de indias

A las diez de la mañana Marcela se acercó a despedirse de los Walcott quienes partían para Cartagena, pero Derek que estaba en camiseta con una gorra de pelotero y tenis, no se lo permitió: ?Tú te vas con nosotros. Llama a Janet. No me vas a amargar el viaje a Cartagena?. Y con el embajador Múnera y con Camilo, el guardaespaldas, se fueron por la Vía al Mar al Corralito de Piedra donde se encontrarían con su anfitrión, Moisés Alvarez, historiador nacido en Aracataca y director del Instituto internacional de Estudios Caribeños, quien los acompañaría en el recorrido nada sistemático, más bien libre, por uno de los patrimonios históricos del mundo.

A Walcott lo impresionaron las excelentes condiciones de la carretera. ?Se nota que el que la construyó se gastó el 100% en esto?, comentó. Lo único lamentable fueron los vidrios polarizados del carro que no dejaban ver el paisaje en su plenitud. No obstante, el poeta pudo fascinarse, como los personajes de sus poemas, al contemplar el vuelo cortante de las tijeretas que rasgaban la tela transparente del cielo del mediodía con la ternura mágica de una modista metódica.

En la cafetería del Hotel Santa Teresa pidieron limonada. Marcela estaba pendiente del azúcar dietético; Walcott la miró y le dijo: ?Te nombro la guardiana del azúcar de mis bebidas? (I name you the guardian of my beverage without sugar). Cuando Marcela miraba en El Heraldo las noticias de la Feria, Walcott vio la foto en la que aparecía al lado de Meira Delmar y dijo: ?Mira, tengo la mano en la nariz?; y se carcajeó: ?parece que me estuviera hurgando?. En ese momento llegaron dos muchachos afables de El Tiempo Caribe y le preguntaron a Alfonso Múnera si podrían tomarle una foto al Premio Nobel.
?Claro que sí? les contestó, y agregó ?pero, yo no voy a posar, sigamos en lo que estamos?. Marcela le recomendó que no fuese tan natural como ayer; y Walcott, bromeando, se llevó el dedo nuevamente a la nariz en el instante en el que el fotógrafo disparaba. Se tomaron como ocho o diez fotos que Walcott, alérgico al protocolo y deseoso de mantenerse alejado de toda publicidad, consideró suficientes, y como diciendo ya está bueno, terminemos esto, le lanzó su gorra de pelotero antillano a los fotógrafos, al tiempo que les ofrendaba una de sus carcajadas oceánicas, tal vez con la idea de que de allí podría salir una foto óptima, cómica. Nunca se le pasó por la mente que su buen humor de hoy le iba a traer mañana el instante más incómodo y nefasto de su estada en el Caribe colombiano, gracias a la ocurrencia pueril de un frívolo y atolondrado tomador de fotos de provincia.

Cuando le hablaron de un recorrido por las calles, preguntó si era en carro, porque él no quería caminar. Walcott parece ser un tipo más bien contemplativo y, como a su colega García Márquez, no le gusta ver ?piedra vieja?. Conocida es su teoría sobre el ser y el tiempo en el Caribe, según la cual, para el caribeño lo clave es el presente sin ruinas y, sobre todo, el futuro por construir, porque el pasado yace en la mar de la historia. Se ha postulado, además, una condición propia del isleño:no le interesa la tierra. Del Santa Teresa salieron a dar un paseo suelto, desprevenido, por la ciudad, dialogando sin un plan preestablecido, sobre los temas que surgieran, sin guía formal: si Walcott preguntaba, aprovechaban. Anduvieron por la Plaza de la Aduana y el Portal de los Dulces y durante todo el tiempo Sigrid sobresalió como una señora alegre, descomplicada, siempre pendiente de Derek, tomándole las fotos, secándole el sudor, atándole los cordones, resolviendo el problema de sus bromas, las cuales celebra y matiza mediante comentarios que lo redimen. Sigrid es mucho más abierta y espontánea y mamagallista y muy caribeñizada; él, mucho más serio y recóndito; los dos conforman una pareja equilibrada. En El Portal de los Dulces los Walcott se integraron con la gente, miraron los dulces, la prensa, sintieron el olor íntimo de la ciudad y la vivieron como seres anónimos. Emplearon un par de horas en el peripatético y popular periplo.

El regreso al hotel lo hicieron por la plaza de Bolívar pasando por El Palacio de la Inquisición -donde contemplaron la maqueta de la plaza de la ciudad antigua-, la Galería Cano ?joyería y venta de cerámicas y artesanías: hamacas, sombreros vueltiaos, bolsos de cañaflecha-, cuyo café les pareció delicioso a los Walcott y donde compraron unos areticos, pues les habían gustado los de Marcela, a quien le regalaron otros, réplica de precolombinos, ya que, según Sigrid, ?parecen un eco de tus ojos almendrados?. Derek se detuvo frente a un libro en cuyo título mencionaban a Barranquilla, el cual traía en la portada una foto de La Aduana y dijo: ?Esto es en Barranquilla. Yo quiero ir allá?. Cuando le replicaron que allí habían estado, entonces comentó: ?Yo lo quería ver desde ese ángulo?.

El almuerzo fue en el fuerte de San Sebastián de Pastelillo frente al mar en el restaurante del Club de Pesca. Prefirieron sentarse adentro, a la sombra, en la tiendecita con toldo, cerca de la entrada, en la plataforma que funciona como muelle, al lado del baluarte. Como había muy poca gente Walcott se sintió muy cómodo Y de nuevo: ?ésta es la crema de langosta más deliciosa de mi vida? y el pescado en cabrito, ?el pescado criollo más terrific?. Hubo patacón, arroz con coco, pero no dulces ni alcohol. Se habló de San Andrés, de Colombia como país Caribe, y Derek mostró especial interés en la historia de Panamá, su pérdida; y preguntó cuál era la casa de García Márquez, y quiso saber sobre Aracataca, reiterando siempre su inmenso aprecio, su admiración casi devota por Gabo y la grandeza de su obra.
Irreverente, saboteador de la Historia, en el Club de Pesca, Walcott se quitó las medias, las olió, las puso sobre la mesa y manifestó su deseo de donarlas al Museo Naval para que las exhibieran como si las hubiera dejado el pirata Francis Drake y ?que inviten al embajador Múnera a la inauguración?. La comida fue en el hotel y temprano. El poeta lleva una vida sosegada y se duerme con las gallinas, pero, a su vez, se levanta con los primeros gallos, porque le gusta apreciar el alba caribeña: ?adoro la fresca oscuridad y la dicha y el esplendor del amanecer en que uno puede sentir cómo va despertando el espíritu?[3]. Lo único que preguntó (tras agradecer a Marcela por haberlos acompañado, sin estar en el programa), antes de retirarse, fue a qué hora regresaban.

VIII Domingo de indignación

Se regresaron en la mañana del domingo, después de que el embajador Múnera asistió a la misa en memoria de su madre. Volvieron a salir en la noche cuando se fueron a una cena china con el embajador, Marcela y Heriberto Fiorillo y su señora. Allí, de entrada, confesó Walcott su molestia por la foto publicada esa mañana en El Tiempo, en la que aparecía de nuevo con el dedo en la nariz: ?Es indigno para la Feria, el país y el periódico?, afirmó, sin disimular su malestar. Pero pronto empezaron otra vez a reírse y dejaron en su justo puesto, en el rincón del olvido, el chiste de mal gusto de la prensa capitalina, la típica ?vergajadita? colombiana (de la que ha hablado Alvaro Mutis) para tratar de tirarse un evento caribeño hecho con esfuerzo heroico.

La anécdota célebre de la noche fue el trabajo que pasó Alfonso Múnera cuando empezó los estudios del doctorado en historia y la única fórmula para comer que se sabía era ?I want chicken?, por lo que duró varios meses desayunando, almorzando y comiendo lo mismo. Sigrid recordó que ella dirigía una galería de arte en Pittsburgh, por esos años, y que una vez se acercó un latinoamericano ?que ahora, al recordarlo, le encontraba un gran parecido con el doctor Múnera- diciendo ?I want Chicken?. Y Walcott habló de un kamikaze cobarde que murió a los 94 años y lo condecoraron con una medalla y sus palabras de agradecimiento fueron ?I want chicken?.

El Chou Fan le pareció a Walcott un arroz créole hecho por chinos en Barranquilla. Insistía en el pato y en el cerdo: en realidad comía de todo. Le gustaba el bloody mary sin alcohol. Era la noche del día de la madre y unos niños tenían una tremenda bulla y se les pidió bajar el tono por el visitante ilustre, pero al final, debido a las carcajadas, la mesa ilustre fue la más bullanguera. Fiorillo le dejó como regalo unos CD de Pacho Galán, Lucho Bermúdez, Los gaiteros de San Jacinto y versiones en latin jazz de música tropical colombiana así como el suplemento de El Heraldo con el reportaje que Ernesto McCausland le había hecho en Santa Lucía. Al hojearlo, Walcott vio la foto de sus hijas y llamó la atención sobre cómo un hombre tan feo hacía unas hijas tan bonitas. Asimismo reconoció el papel fundamental de Joseph Brodsky para que le concedieran el Premio Nobel: ?No descansó hasta que me lo dieron?. Se mencionó la reunión de Nobeles vivos en Estocolmo en diciembre con motivo de los cien años del premio, se habló de cine y literatura, de varios guiones escritos por Walcott, a los que no les había encontrado la forma cinematográfica. Le parecía muy difícil pasar la literatura al cine: en el cine no hay metáfora, sino símiles, y el ritmo, la respiración propia de la literatura, no se puede transmitir. En un momento en que Claudia Muñoz, la esposa de Fiorillo, comentaba que la inteligencia de los hijos se hereda de la madre, Walcott, terminante, la interrumpió: ?¿De dónde carajo sacaste esa teoría? Para Marcela, Walcott era una persona profundamente afectuosa, tranquila, cálida, despreocupada, con humor. Para Fiorillo, lo que Walcott nos dejó fue su humor. No le interesaba disertar sobre nada, sino escuchar a cada uno su tema.

Aveces hablaba de literatura y otros tópicos, pero siempre reorientaba la conversación hacia el interlocutor. Del restaurante se fueron temprano, para empacar las cosas.

IX Lunes de zapatero a tus zapatos

Los Walcott partieron de regreso a Nueva York el 15 de mayo en el vuelo 002 de Avianca. Al despedirse manifestaron su intención de divulgar el evento e impulsarlo, hablar con amigos escritores y comentarles que Barranquilla is a nice place to come.

X El fracaso de la nación

Terminado el evento, lo que se echa de menos es el cubrimiento de la prensa nacional que, a un suceso de primer orden (una buena noticia) le otorgó un vergonzoso tratamiento de quinta categoría: no sólo fue mínimo el espacio que le concedieron los noticieros de televisión y los diarios, sino que entre las numerosas fotografías que le tomaron al poeta Derek Walcott, la que al diario capitalino de mayor circulación en el país le pareció digna de destacarse (la que publicaron), fue una foto en la que el premio Nobel sale con los dedos en la nariz como sacándose los mocos. No hubo un dossier, una conferencia de prensa, no se envió a un reportero cultural de primera línea. Esta indiferencia del poder central ante lo que sucede fuera de la capital sigue siendo la causa del fracaso de la nación. Que la visita de un Premio Nobel real, uno de los mayores escritores del siglo XX y del XXI, un caribeño que ha sabido poner su creación a la altura, al nivel más exigente de la buena literatura, y del selecto grupo de escritores que compartieron con él esta Feria (Luis Rafael Sánchez, Luis Britto García, Meira Delmar, Maximilien Laroche, Emilio Jorge Rodríguez, Mario Monteforte, Roberto Burgos Cantor, Oscar Collazos, Ramón Illán Bacca, Alvaro Miranda, José Luis Garcés, Guillermo Tedio, Luis Mizar, Miguel Angel López y Antonio Silvera) se haya dejado de lado para concentrarse en una discusión bizantina en torno a un Nobel virtual es una demostración de que seguimos en la Patria Boba y que nos merecemos la suerte que tenemos.

XI La literatura del gran caribe

La cuenca del Gran Caribe no es solo una zona sonora de mar y de sol, ciclones y sal, revoluciones políticas y comercio multitudinario, estrategias militares, músicos internacionales y turistas a tutiplén, sino fundamentalmente un ámbito privilegiado para el encuentro de culturas que ha producido una de las literaturas más ricas del universo.

Enigma por descifrar, la comarca cultural del Caribe sigue a la espera de un estudio integral que pasando por encima de las diferencias de idioma y religión, de régimen político y economía contribuya a la construcción, a partir de sus afinidades evidentes, de una identidad supranacional que nos una para sobrevivir con dignidad como región solidaria en estos tiempos de la insoslayable globalización.

Uno de los caminos para ese gran encuentro fraternal que nos ayude a completar el mapa de ese ámbito multicultural, poliétnico y plurilingüe, de historias heterogéneas e identidades transnacionales y migrantes es la lectura gozosa y el conocimiento crítico de la vasta literatura del Caribe.En esta amplia zona que va del sur de los Estados Unidos hasta el Brasil y que abarca tanto las islas como las partes del continente bañadas por el mar Caribe
han nacido algunos de los escritores más sobresalientes del siglo XX, quienes han recibido sin discusión el Premio Nobel: Saint John-Perse, Gabriel García Márquez y Derek Walcott. A su lado se destacan grandes autores como Jean Rhys, V.S.Naipaul y Kamau Brathawaite en lengua inglesa; Aimé Cesaire, Jacques Stephen Alexis, Edouard Glissant y Patrick Chamoiseau, en lengua francesa; y en lengua española, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Luis Rafael Sánchez, Rosario Ferré, Ana Lydia Vega, Marvel Moreno, Manuel Zapata Olivella y Germán Espinosa, entre otros, quienes conforman una inmensa riqueza ignorada que es preciso conocer.

La Primera Feria del Libro de la Cuenca del Gran Caribe se propuso contribuir de manera eficaz a ese conocimiento invitando a diversos creadores y estudiosos para compartir con ellos sus ficciones y sus reflexiones en torno a esta mágica comarca que constituye, hoy por hoy, una gran reserva vital del universo y, no hay duda de que, pese al olvido de los medios, el objetivo ha comenzado a cumplirse, por lo que el evento debería institucionalizarse, itinerante por las diversas capitales, para garantizar su continuidad. Pero es preciso mejorar el cubrimiento, aprovechar mucho más a los ilustres visitantes, pues sólo con la solidaridad nacional se podrá alcanzar por fin la construcción de este sueño llamado Colombia que no puede ignorar el mar si quiere dejar de ser la implacable nación en hilachas que somos hoy.

Ariel Castillo Mier

[1] Derek Walcott, En las Vírgenes, El reino del caimito, Norma, Bogotá, 1996.

[2] Joseph Brodsky, Recuperar a Derek Walcott, Traducción de Rafael Vargas, febrero de 1987.

[3] Edward Hirsch, Derek Walcott: un Shakespeare de las Antillas, Casa del Tiempo 95, junio de 1990.