Efraín Huerta

Responso por un poeta descuartizado

Claro está que murió —como deben morir los poetas,
    maldiciendo, blasfemando, mentando madres, 
viendo apariciones, cobijado por las pesadillas. 
Claro que así murió y su muerte resuena en las malditas 
    habitaciones donde perros, orgías, vino griego, prostitutas 
    francesas, donceles y príncipes se rinden 
y le besan los benditos pies; 
porque todo en él era bendito como el mármol de La Piedad 
y el agua de los lagos, el agua de los ríos y los ríos de alcohol 
    bebidos a pleno pulmón, 
así deben beber los poetas: Hasta lo infinito, hasta la negra 
    noche y las agrias albas 
y las ceremonias civiles y las plumas heridas del artículo 
    a que te obligan, 
la crónica que nunca hubieras querido escribir 
y los poemas rubíes, los poemas diamantes,
    los poemas huesolabrado, los poemas
floridos, los poemas toros, los poemas posesión, los poemas 
    rubenes, los poemas danos, los poemas madres, 
    los poemas padres, tus poemas... 

Y así le besaban los pies, la planta del pie que recorrió 
    los cielos y tropezó mil y un infiernos
al sonido siringa de los ángeles locos y los demonios
    trasegando absintio
(El chorro de agua de Verlaine estaba mudo), ante el azoro 
    y la soberbia estupidez de los cónsules y los dictadores, 
    la chirlería envidiosa y la espesa idiotez de las gallinas 
    municipales.
Maldiciendo, claro, porque en la agonía estaba en su derecho 
    y porque qué jodidos (¡Jure, jodido!, 
dijo Rubén al niño triste que oyó su  testamento), ¿por qué 
    no morir de alcholes de todo el mundo si todo el mundo es 
    alcohol y la llama lírica es la mirada de un niño con la cara 
    de un lirio?
Resollaba y gemía como un coloso crisoelefantino 
hecho de luces y tiniebla, pulido por el aire de los Andes, 
    la neblina de los puertos, el ahogo de Nueva York, 
    la palabra española, el duelo de Machado, Europa 
    sin su pan.
Rugía impuramente como deben rugir todos los poetas 
    que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo 
destrozado!) 

y los médicos: Aquí hay pus, aquí hay pus —y nunca 
    le hallaron nada sino dolor en la piel 
limpios los riñones heroicos, limpio el hígado, limpio 
    y soberbio el corazón
y limpiamente formidable el cerebro que nunca se detuvo, 
    como un sol escarlata, como un sol de esmeraldas, como 
    la mansión de los dioses, como el penacho de un 
    emperador azteca, de un emperador inca, de un guerrero 
    taíno;
cerebro de un amante embriagado a la orilla de un dulcísimo 
    cuerpo, ay, de mieles y nardos
(su peso: mil ochocientos cincuenta gramos: tonelaje de poeta 
   divino, anchura de navio),
el cerebro donde estallaron los veintiún cañonazos 
    de la fortaleza de Acosasco
y que luego...

Claramente, turbiamente hablando, hubo necesidad 
    de destrozarlo, enteramente destazarlo como a una fiera 
    selvática, como al toro americano 
porque fue mucho hombre, mucho poeta, mucho vida, 
    muchísimo universo 
necesariamente sus vísceras tenían que ser universales, 
    polvo a los cuatro vientos, circunvoluciones repletas 
    de piedad, henchidas de amor y de ternura. 
Aquí el hígado y allá los riñones. 
¡Dame el corazón de Rubén! Y el cerebro peleado, de garra 
    en garra como un puñado de perlas. 
Aquel cerebro (¡salud!) que contó hechicerías y fue sacado 
    a la luz antes del alba; 
y por él disputaron y por él hubo sangre en las calles 
    y la policía dijo, chilló, bramó: 
¡A la cárcel! Y el cerebro de Rubén Darío —mil ochocientos 
    cincuenta gramos—
 fue a dar a la cárcel 
y fue el primer cerebro encarcelado, el primer cerebro entre 
    rejas, el primer cerebro en una celda, 
la primera rosa blanca encarcelada, el primer cisne degollado.

Lo veo y no lo creo: ardido por esa leña verde, 
    por esa agonía de pirámide arrasada, 
el poeta que todo lo amó
cubría su pecho con el crucifijo, el crucifijo, el suave crucifijo, 
    el Cristo de marfil que otro poeta agónico le regalara 
    —Amado Nervo— 
y me parece oír cómo los dientes le quemaban y de qué 
    manera se mordía la lengua y la piel se le ponía violácea 
nada más porque empezaba a morir, 
nada más porque empezaba a santificarnos con su muerte y 
    su delirio, sus blasfemias, sus maldiciones, su testamento, 
y nada más porque su cerebro tuvo que andar de garra 
    en mano y de mano en garra 
hasta parecer el ala de un ángel, 
la solar sonrisa de un efebo, 
la sombra de recinto de todos los poetas vivos, 
de todos los poetas agonizantes, 
              de todos los poetas.

 

19 de enero de 1967

Juárez-Loreto

Alabados sean los ladrones... 
H.M.E.


La del piernón bruto me rebasó por la derecha: 
rozóme las regiones sagradas, me vio de arriba abajo 
y se detuvo en el aire viciado: cielo sucio 
de la Ruta 85, donde los ladrones 
me conocen porque me roban, me pisotean 
y me humillan: seguramente saben 
que escribo versos: ¿Pero ella? ¿Por qué 
me faulea, madruga, tumba, habita, bebe? 
tiene el pelo dorado de la madrugada 
que empuña su arma y dispara sus violines.
Tiene un extraño follaje azul-morado
en unos ojos como faroles y aguardiente.
Es un jazmín angelical, maligno,
arrancado del zarzal en ruinas.
A los rateros los detesto con todo el corazón,
pero a ella, que debe llamarse Ría, Napoleona,
Bárbara o Letra Muerta o Cosa Quemada,
empiezo a amarla en la diagonal de Euler
y en la parada de Petrarca ya soy un horno
pálido de codicia, de sueños de poder,
porque como amante siempre he sido pan comido,
migaja llorona (Ay de mí, Llorona), y si ayer pasadas las diez 
    de la noche 
fui el vivo retrato de la Novena Maravilla, 
ahora sólo soy la sombra de una séptima colina desyerbada.

Alabados sean los ladrones, dice Hans Magnus. 
Pues que lo sean: los veo hurtar carteras, relojes, orejas, 
pies, nalgas iridiscentes, bolígrafos, anteojos, 
y ella, que debe llamarse Escaldada, ni se inmuta. 
Vuelve al roce, al foul, al descaro, 
se alisa la dorada cabellera 
(¡Coño, carajo, caballero, qué cabellera de oro!), 
se marea, se hegeliza, se newtoniza, 
y pasamos por donde Maimónides y Hesíodo 
y pone todavía más cara de estúpida 
cuando Alejandro Dumas, Poe y Molière y los cines cercanos! 
Malditilla, malditita, putilla camionera, 
vergüenza seas para las anchas avenidas 
que son Horacio, Homero y, caray (aguas, aguas), Ejército 
    Nacional. 
Rozadora, pescadora en el río revuelto
de las horas febriles; ladrona de mi mala suerte, 
abyecta cómplice del “dos de bastos”, hembra de los flancos 
como agua endemoniada; 
cachondísima hasta la parada en seco 
del autobús de la Muerte.
Alabada seas, bandida de mi lerda conmiseración. 
Escorpiona te llamas, Cancerita, Cangreja, 
amada hasta la terminal, hasta el infinito trasero 
que me despertó imbecilizado en el boulevard 
¡Miguel de Cervantes Saavedra y demás clásicos! 
Porque luego de tus acuciosos frotamientos 
y que cada quien llegó a donde quiso llegar 
(para eso estamos y vivimos en un país libre) 
hube de regresar al lugar del crimen 
(así llamo a mi arruinado departamento de Lope de Vega), 
y pues me vine, sí, me vine lo más pronto posible 
en medio de una estruendosa rechifla celestial.

Adoro tu nalga derecha, tu pantorilla izquierda 
tus muslos enteritos, lo adivinable y calientito, tus pechitos 
    pachones 
y tu indigno, antideportivo comportamiento. 
Que te asalten, te roben, burlen, violen, 
Nariz de Colibrí, Doncella Serpentina, 
Suripantita de Oro, Cabellitos de Elote, 
porque te amo y alabo desde lo alto de mi aguda marchitez.

Hoy debo dormir como un bendito
y despertar clamando en el desierto de la ciudad
donde el Juárez-Loreto que algún día compraré
me espera, como un palacio espera, adormilado, 
a su viejo-príncipe-poeta 
                                        soberbiamente idiota.


                                                                
22 de octubre de 1970

Puerto Ángel

Una gringuita así de bella y fresca y mariguana
pedía a los suyos una raid un aventón a Puerto Ángel.
Cenía sus todavía bien duras nalgas con una mezclilla vieja de
   muchos amaneceres
y la rotundez de su pecho, eso sí, doraba la mañana de los
   laureles oaxaqueños.
El café me supo a cerveza agria porque, pensaba yo,
con dos o tres mil pesos cash, cashondamente,
con semejante preciosidad chulonamente amorosa y originaria
de alguna paupérrima pero diabólica Sexoville, Texas,
yo jalaría de inmediato hacia y hasta un Puerto
    Ángel
             Que no conozco
que francamente no me interesa conocer
porque me duele la desnudez en las playas
              (y en las camas)
y entonces ella
que se llama Alice, Mary, Betunia, Patricia,
            Oropéndola,
Me diría que no siempre que nunca no
que eternamente no
          Because ‘cause…
Al día siguiente, martes, frustrado hasta
la más febricitante náusea antiperialista
subiría de pie –lo juro- hasta los adoratorios
de nuestro Monte Albán, David,
a pedir a los dioses perdón
            por todas
            mis altísimas bajezas.

 

Efraín Huerta (Silao, 1914-1982) en su adolescencia vivió en Ciudad de México y estudió en San Ildefonso. Se inscribió en la carrera de leyes, que no terminó, y en los años treinta colaboró con la revista Taller, cuando fue militante del Partido Comunista Mexicano, en los años de entreguerras, el ascenso del fascismo, la Guerra Civil Española y el régimen de Lázaro Cárdenas, cuando aparecieron los primeros manifiestos del Surrealismo y el apogeo del nacionalismo en la pintura mexicana. Sus primeros libros de poemas delatan ya al poeta desenfadado y de ácidas ironías de la madurez. Un poeta urbano, erótico, colérico y enternecedor que también escribió poemas mínimos plenos de humor.

Aun cuando todavía se le considera un poeta político y erótico, no hay duda que fue una suerte de aquel poeta de la ciudad de que habla el Cuarteto de Alejandría, un Kavafis o un Dámaso mexicano, que desde su libro Los hombres del alba, de mediados los cuarenta, hasta Dispersión total, de mediados los ochenta, fue trazando el perfil de una ciudad enorme llena de misterios, donde se podía deambular en altas horas de la noche buscando apenas las ventanas iluminadas de los edificios donde alguna mujer se disponía a entrar en el sueño o era la última esperanza de ver a la mujer amada, colándose furtivamente, de repente, en alguna fiesta donde nadie lo había llamado. Poemas que son hoy un Baedeker lírico de una gigantesca urbe que no duerme nunca.  Su poesía fue reunida en un tomo de más de seiscientas páginas por el Fondo de Cultura Económica en 1988.

La ciudad en la poesía de EH, ha escrito su hijo, es un lugar de martirio y extravío; en contadas ocasiones, un sitio de solidaridad, de lucha y de afirmación. Dos movimientos del cuerpo y del alma parecen las únicas puertas de salida y de redención: el amor, la rebelión. En esa doble dinámica está cifrada una buena parte de la energía poética de la obra. Nos enamoramos, nos rebelamos: y en esos momentos desaparece el agobio del abandono; para volver al instante a invadir la mirada y las anatomías, el sueño y la vigilia, el pensamiento y las sensaciones. En ese espacio abigarrado, lleno de calles y edificios, se vislumbra de pronto un motivo de exaltación y de afirmación, sólo para desvanecerse en el momento siguiente a la frágil epifanía, materia del poema. El pesimismo de los poemas huertianos está apenas matizado por esos brillos fugaces: blancuras repentinas, contactos súbitos, encuentros deslumbradores.”