Attilio Bertolucci

Autorretrato en Café Greco

No podían los años, divididos
cada uno en meses, los meses en días,
y los días en horas, en minutos,
cambiar más justamente un rostro, el mío

que se contempla en la luna oscura
de un antiguo café donde implacable
se abre paso la última moda,
de la que estoy al margen por la pura

sonrisa de mi boca y el hechizo
tierno de observar la herida
de un amor victorioso sobre el tiempo
y la gordura, oh no, exigente narciso.

[Ricardo Herrera]
 

A su madre, que se llamaba María

Eres tú, solicitada cada tarde, iluminada en las nubes
que sonrojan la llanura y a los que pasan por ella,
niños frescos como hojas y frescas mujeres en viaje
hacia la urbe en las luces, de un chaparrón que termina,
eres tú, madre eternamente joven en virtud de la muerte
que te arrancó, rosa a punto de perder los pétalos,
tú, origen de cada neurosis y ansiedad que me atormenta,
y por eso te agradezco la edad ida, la presente y futura.

[Jorge Iglesias]


Las hormigas

Las hormigas sobre el viejo tronco de la acacia
aprovechan el sol que calienta los días de octubre,
minuto a minuto, de arriba abajo por la áspera corteza.
Se esmeran las hormigas porque el invierno llega;
sí vuelvo los ojos hacia las luces de la gran avenida
veo pasar de arriba abajo hombres y mujeres que se afanan.
Oh aliento unísono de seres vivos a mi lado
en esta llanura que se prepara a enfrentar la nieve,
ayúdame a soportar la extinción del día,
el fuego de la noche sobre nuestras diversas casas.

[Jorge Iglesias]


El tiempo se consume

Entré en la mixta multitud
de la misa del mediodía,
buscándote,
porque estabas ahí desde el comienzo,
niño solícito, alma pura
hambrienta de Dios,
y con los ojos impacientes
inútilmente oteé en los bancos.
Pero desde una tela humilde venía
al encuentro de mis ansias el aprendiz
de carpintero, Jesús, de tu misma edad,
a darme coraje, mientras alrededor, al tenue
acento del sacerdote lejano
se mezclaba la agitación terrena
de niños privados
del bello sol del domingo.
Entonces, de improviso, en un rincón
cerca de la puerta, te encontré, quieto
y solo, me viste, te acercaste
tímidamente y besé
tus cabellos, hijo reencontrado
en el tiempo doloroso que por mí y por ti
y todos nosotros con pena se consume.

[Jorge Iglesias]


Eliot en una foto a los doce años

Hoy un viento ardiente pasa sobre la tierra,
ni árido ni seco como será más tarde,
arrastra hojas de cobre con un eco
que calca del infierno y anuncia el purgatorio

con su letargo otoñal. Es marzo,
con un sol que te hace sibilinos los ojos
violetas tenebrosas encrespan los cabellos,

tanto cuanto permite, o exige, la etiqueta
de la exiliada New England en costas australes-,
nunca querrás combatirla. Vencerla —

La agria boca adolescente revela tal intención
y firmeza mientras contra la pared de ladrillos
el fotógrafo finge tu ejecución y las rodillas

decaen culpables en la tibia estación
y en la edad — y ya vencida
la abandonas sobre las costas del tiempo,
vacía y luminosa, es decir, viva y escrita

hasta el gélido enero, invierno en los huesos.


Retrato de un hombre enfermo

Ese que ven pintado en rosa y negro
y que ocupa entero el cuadro espacioso
soy yo a la edad de cuarenta y nueve, envuelto
en un amplio ropaje que me corta las manos

como si fueran flores, y no deja ver si el cuerpo
está acostado o sentado: así es el de los enfermos
puestos ante ventanas que enmarcan el día,
otro día consentido a los ojos ágiles a fatigarse.

Pero cuando pregunto al pintor, mi hijo de catorce,
a quién ha querido retratar, me dice al momento:
“uno de esos poetas chinos que me hacías
leer, mirando hacia afuera, hace poco”.

Es sincero, recuerdo haberle dado aquel libro
que alegra el corazón con ríos celestiales
y otoñales hojas, donde sabios poetas, o que fingen
serlo, se despiden de la vida elevando sus copas.

Yo, que pertenezco a un siglo que cree
no mentir, me reconozco en ese hombre enfermo
mintiéndome a mí mismo, y lo escribo
para exorcizar un mal en el que creo y no creo.

[Versiones de Ricardo Herrera y Jorge Iglesias]


Attilio Bertolucci [Lazzaro, 1911-2000), a los 18 años publicó Sirio (1929), un volumen de 27 poemas ambientados en su región natal de Italia. Después de asistir a la Universidad de Parma, donde estudió derecho, y a la Universidad de Bolonia, comenzó a enseñar historia del arte y a colaborar con revistas como Circoli, Letteratura y Corrente. En 1951 en Roma publicó La capanna indiana, que habla de su lucha por la paz y la privacidad en un mundo turbulento. Tradujo a Baudelaire, D.H. Lawrence y Thomas Hardy. Sus hijos Bernardo y Giuseppe, son destacados cineastas.