Cristina Gálvez

Litoral

La luz y yo bailábamos
mientras el aire me aliviaba,
mi madre iba descalza
con los coxales incipientes.

Yemanyá, dame sal y agua
para mi sangre de pez;
Oshún, una cayena pálida
                                  para la boca
la parsimonia sombría de los bagres.

Era resplandecer y hacernos joyas
con el sol sobre la carne,
era la ternura de los pies pequeños y las perlas,
el beso materno de coral,
los pechos como dos lunas marinas.

Era su cuerpo
que hoy me sana como pan o como luz,
que olfateo un poco ciega
y se me planta a mí en el fondo
de las aguas.
 

Pasajera

La que se va calladita
la que se esconde en los aleros del cuarto
la que pisa las baldosas
como una aparecida
la que se va achicando hasta tener
la voz de las paredes
la que deja el humo y se hace
fruta interior, carne nítida
la de la casa blanca
y tazas vacías donde suenan alfileres
la que es catarata, tímida como un trébol
la que escucha siempre
la que se va sin nadie.
 

Alejandra

Alejandra tenía cabello salvaje
la risa grave, los dientes blancos
                      colmillos preciosos
era alta y de caderas anchas para su edad.
Apilaba revistas Teen
acostaba al gato Tomás, visitador de azoteas
sobre su pecho
           donde alternadamente, ronroneando
            clavaba las uñas.
Cuando iba a tomar la leche
entraba como por mi casa
al vaso achocolatado
al cuarto verde de Alejandra
había un olor a animala
            reía con cabello salvaje,
            colmillos preciosos.
 

Rojo oscuro

Yo qué sabía
solo abrí la cereza
adentro era jugosa
rojo oscuro
quedó algo negro
el rastro de un bicho nocturno.
Anduve el camino completo
presintiendo
seducida
por mi propio secreto.
Yo qué sabía
que la rabia así podía florecer
no sabía
nada
del Otro.
Pero es cierto
me gustaba
la ceguera.
 

Canción de trabajo

Usted no me ha visto triste
me pongo como una luna
crecen ramas que pinchan los brazos
y la boca azul maleable
un ojo que mira hacia allá, al océano.
Triste canto
machacando estrellas
como las bisabuelas molían granos de café
y pequeños soles de maíz.
Triste sé trabajar.
 

Chihiro

Tenías el nombre de mi ángel natal
escondías tras la cabeza
un ala de dragón blanco
tú tenías algo de río.
Las chicharras agitaban las alas
resonaba el patio vacío
y tras el timbre de recreo, todo bullía.
Estuvimos tan cerca
nuestras risas estuvieron tan cerca, tantas veces.
Nunca te dije que eras mágico.
 

Hogar

Mi silencio se hizo entero y amarillo
redonda yema nutricia
lugar de caridad que me complace.
Trago despacio
me engordo con un océano y una catástrofe
fue mentira cuando dije que perdonaba a la vida.
Creen que estoy entre la gente
no lo saben;
vivo entre las gotas inmóviles
que descansan sobre el trébol
en el perro que esta mañana perseguía a un pájaro
en la lluvia de tres días seguidos.
En todo lo que ya nadie recuerda.

 

Cristina Gálvez Martos (Caracas, 1987), es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado Psicopompa (2015) y Bicorne (2016), vive en Uruguay.